domingo, 31 de agosto de 2008

tunelados


"En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida" (De " El Túnel")



MEMORESCENCIAS 46

Pensaba en mis mujeres y se me caía el cielo encima. A mí, tan infernalmente sumido en mis miserias.
Pensaba en mi psicóloga, en mi anarquista del alma que me había enseñado a interpretar el mundo que nos había tocado vivir, que tanta sabiduría había aportado a nuestra relación, y me parecía una bestia infame, sin piedad, inacabada...
Pensaba en mi pelirroja inglesa, tan ajena a la realidad que me había alejado de su piel y de sus hijos, de mis hijos, que no vería crecer ni podría comunicarles algo más que unos putos genes casuales.
Pensaba en mí y me veía tan desvalido e impotente para cambiar el curso de mi historia que me daba miedo de mí mismo y de lo que había hecho con mi vida: ¿era realmente consciente de todo lo que había perdido, y sobre todo, del origen de esa pérdida...?
Una cosa sabía: si las amaba de verdad lo mejor era desaparecer, no por miedo a enfrentarme a denuncias o reacciones irresolubles, sino por amor, un amor que se fue transformando en odio a medida que me alejaba de su mundo, de mi mundo, y me sentía traicionado por una y olvidado por la otra.
Toda mi vida había estado guiada por las mujeres que encontré a mi paso. No me resultó difícil dejarme guiar por aquella mulata de ojos inmensos que me animaba a palpar sus carnes y sumergirme en sus mareas.
Cuanto más avanzaba nuestra relación, más fuerte me sentía, más sentía cómo renacía mi hombría y mis ansias de poder, un poder que ya no pasaba por arrebatar la vida ajena, sino por poseerla.
De manera intuitiva, comprendí que lo único que podía hacer era esperar: dejar pasar el tiempo y que la distancia hiciera el resto: la esperanza es un estado de desesperación.
Y me fue tan fácil amar lo que iba reconciliando en mi memoria como odiar hasta el olvido lo que una vez pensé que duraría hasta la muerte.
Aquella mulata no podía devolverme mis pérdidas, pero fue una delicia dejarme arrullar por sus gemidos y encontrar el amor en la pura sustancia, en la dulce profundidad de su piel, que con el tiempo, con ese mismo tiempo de mi desesperanza, aprendería a venerar.
Las relaciones que su familia mantenía con poderosos estratos del gobierno y del empresariado emergente a la búsqueda de un consenso nacionalista que le devolviera al país la fe en sí mismo harían el resto y me acercarían a ese poder que tan sólo había sido algo confuso y aborrecible en mi vida anterior: el poder político.

jueves, 28 de agosto de 2008

la paz desmayada


"La paz obtenida con el filo de la espada no es más que una simple tregua"






MEMORESCENCIAS 45

Era una mulata de tercera generación, descendiente de una abuela jamaicana y un abuelo holandés que había llegado al nuevo mundo perseguido por el primero, acusado de diversas estafas y falsificaciones varias con el contenido de los barcos que iban y venían, funcionario del puerto con imaginación y ganas de prosperar. Lo exiliaron a buscar mejor fortuna en los barcos que navegaban el Orinoco y terminó traspasando fronteras fluviales en los negocios del caucho, tan prósperos en aquella época, lo cual no resultó tan negativo porque acabó convirtiéndose en un prohombre de la ínsula boscosa de Manaos, paciente en el recibo del líquido dorado, pero imprescindible en los mercados europeos y norteamericanos con el despegue de la locomoción automovilística.
Su abuela conocía todos los secretos del sincretismo budú cristianizado y lo mismo leía el porvenir en los posos del café que descifraba el tiempo que restaba a cada cual en las patas de pollo arrancadas de cuajo a las gallinas sacrificadas para un buena cazuela.
Su padre se metió rápidamente en la política, aprovechando el empujón mediático de sus progenitores, y su madre se dedicó a la jardinería, pues no pocas hectáreas de buena tierra fértil le fueron legadas, como hija única de un cacique de la zona y además casadera sobrenatural, pues se decía de ella que ni la virgen maría poseía la dignidad y el carisma para engendrar un ente más luminoso que ella misma.
Tanto era así, que nadie se atrevió a cortejarla más que un aventurero araucano del que se decía que había descendido las aguas del salto del ángel con los brazos en cruz.
Y de esa cruz sobre su cuerpo de aguas derramadas al son de sus canciones araucanas, nació ella, mi gran amor americano, con la tez morena de la castaña madura, el pelo rubio y liso y unos ojos azules que parecían robarle la luz en la noche a las estrellas. Y esquiva para los hombres como lo fue su madre.
Nos conocimos en el club náutico, un residuo de lo que fuera en otro tiempo lugar de entretenimiento para las élites políticas y econónomicas y que ahora era simplemente un lugar de reunión para los extranjeros, funcionarios y empresarios con ganas de compartir ideas y algún que otro concepto, pero sin pasarse, entre la ironía y el escepticismo incipiente en un país con la economía a la deriva.
Celebrábamos algún centenario bolivariano, con Hugo Chávez llegando al escenario, aderezado con la mejor fauna militar del momento, cuando entre una costilla y otra coincidimos al abrir una de las cavas de cerveza helada, sumergidas en hielo.
Nos miramos y el mundo se paró: dejó de girar, os lo aseguro, yo mismo sentí el impulso de la inercia y me encontré turbado entre sus brazos.
Me sujetó, como quien abraza a un suicida a punto de caer en el abismo. Sé que vio mi caída, sé que la contempló más allá de la hierba, de aquel jardín regado sin descanso, protegido del sol incandescente durante las horas muertas y desoladas de la temporada seca hasta la tarde.
Y algo debió de ver, más allá de mis ojos, más allá de mi perdido norte en tierra extraña: ¿eres tú el español que anima con sus actos los sueños de mi gente?...
¿Y tú eres aquella que anima con sus sueños los actos de los dioses?...
Y así, sin más, nos dejamos llevar como niños por una inercia ya concluida y rodamos por la hierba uno encima del otro, riendo a carcajadas y sin perder de vista la mirada del otro, durante un buen rato, hasta que nos dimos cuenta que todas las miradas estaban pendientes de nosotros. Nos tomamos de las manos y nos ayudamos a levantarnos.
Volvimos a la nevera de poliuretano, sacamos dos cervezas y brindamos por nosotros, por lo que habíamos vivido, tan intenso, y por lo que nos restaba por vivir, que en ese momento creímos largo y maravilloso.

lunes, 11 de agosto de 2008

cuestión de mujeres


“En casi todos los países, las mujeres, son esclavas; y hasta que ellas no estén completamente emancipadas, nuestra libertad será imposible”


Bakunin

MEMORESCENCIAS 44

Pero era Maracaibo mi destino. A mis treinta y cinco años sabía lo suficiente como para permitir que el dinero se metiera en mis bolsillos sin titubeos y me librara de la infamia universal, la cual puede parecer muy borgiana, la frasecilla, pero ahí está con todas sus consecuencias. Yo lo sabía mejor que nadie: si tienes dinero no te pueden machacar, ni siquiera tu propia familia, ni las mil firmas de los mil mejores prohombres del planeta, y mucho menos los mil mayores hijosdeputa navegando a tu alrededor.
No me interesaba New York, repleta de fantasmas... Pasé dos noches y tres días deambulando por sus calles, entre sus enormes mausoleos de acero y de cristal, con sus dos torres gemelas aún incólumes, como un presagio de la caída que sufrimos los héroes, o así me sentía yo ante mi propia soledad sin derrumbarme.
Recorrí las calles lorquianas sin encontrar en ellas ningún misterio subliminal que atesorara ese montón de poemas muertos, y resignado me encaminé de nuevo al barco, a ese barco que me llevaría a la conquista técnica de las plataformas del gran lago, un lago que para los indígenas primigenios era un mar, un mar donde se acababa la tierra, antes, mucho antes de que la posesión de hidrocarburos significara una manera de estar en el mundo, una manera de presentarse más o menos protegido ante el devenir del poder global y sus representantes. Entrábamos en los noventa, y todos conocíamos cuál era el discurso y quienes lo dictaban tras las grandes crisis de las dos décadas anteriores. Occidente, y sobre todo las grandes corporaciones norteamericanas, no estaban dispuestas a someterse al criterio de ninguna opep que les acercara al callejón sin salida de los precios marcados por los propietarios del oro negro. A esas alturas ya los tenían embargados hasta los huevos con préstamos multimillonarios y dependían de la industria yanqui hasta para recambiar una tuerca.
Bueno, en realidad todo este discurso me la traía bien floja en aquel momento.
Lo que yo pretendía en primer lugar era recomenzar mi vida, encontrar un buen trabajo para el que me sentía bien cualificado, blindar en dólares mi contrato para protegerlo de los avatares del bolívar, y sobre todo reincorporarme al sentir y al sentido de la propia vida, que para mí pasaba por hallar una mujer en la que sumergirme y lamer mis heridas, aunque fuera, como suele suceder a esa edad, lamiendo las suyas.
De manera que me entregué en cuerpo y alma a mi labor de superar todos los records de producción de la planta en la que fui contratado, por supuesto con mi falso título de ingeniero técnico que a los pocos días nadie se atrevió a poner en duda.
Rediseñé los equipos de extracción hasta lograr la eficacia de los ingleses e impartí cursos de formación para los trabajadores autóctonos. Incluso me gané la simpatía de mis colegas y de la gente que trabajaba conmigo, porque ya no me sentía dolido con el mundo, con aquel mundo, sino que pretendía renacer al calor del trópico y de todos los enigmas que se me plantearan, más allá o más acá de cualquier lógica predefinida.
Enseguida los fines de semana se transformaron en fiestas interminables donde acabábamos bailando salsa y charlando hasta el amanecer, rociados por una mezcla de costillas de cerdo, cerveza y ron de caña para el mamoneo final.
El espíritu festivo de los venezolanos y de otros sudamericanos que me fueron presentando me devolvió la alegría de vivir, y los encantos de algunas señoritas me devolvieron la sonrisa y las ganas de armonizar con ellas, es decir, de empezar de nuevo a follar.
La mezcla de indias, africanas y europeas creaba unos contrastes casi imposibles de imaginar, en algunas de una belleza tan sobresaliente que daban ganas de llorar, de reír, de amar simplemente un rostro, o en ocasiones también un cuerpo escultural.
Es inimaginable para alguien que no lo haya visto, para alguien que no haya tenido la inmensa suerte de pasar por allí.
Y por supuesto, me enamoré.



sábado, 9 de agosto de 2008

logros


"La dura realidad es una desoladora confusión de hermosos ideales y torpes realizaciones, pero siempre habrá algunos empecinados, héroes, santos y artistas, que en sus vidas y en sus obras alcanzan pedazos del Absoluto, que nos ayudan a soportar las repugnantes relatividades." (Antes del fin, 1999)


viernes, 8 de agosto de 2008

MEMORESCENCIAS 43

Le dije a la inglesa, a mi pelirroja del alma, que no podía continuar con mi trabajo, que tras cinco años de pelearme con la burocracia del cuarto poder, de ese poder psiquiátrico, tan desconocido como mezquino e intransigente, necesitaba irme, aunque eso determinara la ruptura temporal del triángulo amoroso y de la necesidad de educar y ver crecer a mis hijos.
Lloró sobre mi pecho y me deseó lo mejor. Vuelve pronto, me respondió.
Jamás volveríamos a vernos. Sabía que las amenazas de la psicoanalista no eran vanas, pero en lo más profundo de mí sentí además una necesidad de renovación, en todos los ámbitos, sobre todo en la difícil relación que se me planteaba con las mujeres, después de haber amado a dos tan intensamente, después de haber sido expulsado del paraíso.
Por primera vez sentí la soledad como una puñalada, como un elemento extraño e indeseable que abarcaba todo mi ser.
Y sentí a la vez que era algo merecido, que tenía que pagar de alguna manera por lo que le había hecho a otros seres, se lo merecieran o no. Y, sobre todo, por lo que había disfrutado con ello.
Llamé al capitán y me embarqué de nuevo en las plataformas petrolíferas, no con él, porque tenía sus plazas cubiertas, pero no dudó en recomendarme a una nueva explotación.
Nos las arreglamos para enrolarme como técnico de grado medio, en lugar de mero oficial electricista. Los dos sabíamos que no íbamos a defraudar a nadie, y de alguna manera se sentía agradecido y le agradó hacerme ese favor.
Y allí estaba de nuevo, en medio de la niebla y el dolor, pero esta vez como un animal herido, más cercano a la muerte que a la propia vida y permitiendo que el trabajo fuera mi única excusa para sobrevivir.
Conocedor del idioma y de la idiosincrasia local, utilicé todos los mecanismos posibles para joder al personal y hacerme lo suficientemente aborrecible como para que me odiaran profundamente, tanto la gente sobre la que ejercía mando como la que simplemente veía en mi eficacia una manera de acumular poder.
A los seis meses me dieron una baja incentivada y se libraron de mí, algo que no se me ocurrió rechazar porque en el fondo era lo que estaba buscando.
Me embarqué en un mercante que hacía escala por allí programadamente para dejar víveres y repuestos industriales y me largué lo más lejos posible, camino de las américas.
La estatua de la libertad me recibió como a un puto náufrago sin destino y sin la más mínima idea de lo que me iba a acontecer, algo tan incalculable como maravilloso, y aún es el día de hoy que me pregunto qué habría sido de mi vida, qué empequeñecida habría sido, si no hubiera tenido la suerte de sufrir esa experiencia.





martes, 5 de agosto de 2008

anexos

“‬Todo Estado es anexionista por naturaleza.‭ ‬Nada le detiene en su marcha invasora,‭ ‬como no sea el encuentro de otro Estado.‭ ‬Los más ardientes apóstoles del principio de las nacionalidades no vacilan en contradecirse,‭ ‬si lo exigen los intereses y,‭ ‬sobre todo,‭ ‬la seguridad de su patria‭”

Pierre-Joseph Proudhon

MEMORESCENCIAS 42

Formábamos grupos compactos, con un psiquiatra en la cabecera y varios asistentes sociales, por lo general chicas, cuyo número dependía de la densidad demográfica de la zona. Las ciudades se dividían en barrios o distritos y abarcaban bares, lugares de copas o de diversión bien adjudicados, aunque transgredibles dependiendo de las necesidades reales con los diferentes "pacientes" , a veces más intuitivos o conocedores de su acecho sistemático y de las personas que lo ejercían. En estos casos siempre se agregaba un elemento disuasor de fuerza bruta, un tío bien cachas o con cara de asesino. Tengamos en cuenta que era necesario meterles en principio el anestésico o anterógrado en la bebida o el tabaco, para después proceder a la inoculación de los psicotrópicos precisos en la misma bebida y además en la epidermis, acción ésta imprescindible para una actividad más relajada, pues un depósito epidérmico se traducía en semanas de enajenación mental, inseguridad e impotencia para realizar una escapada o tomar alguna decisión imprevista, como no fuera el suicidio. Muerto el perro, se acabó la rabia. A la familia se la prevenía de esa pequeña posibilidad desde el principio, como un mal menor. Los teníamos cojidos a todos por las pelotas.
Aquella educadora social, como más tarde se llamarían, era una morena de ojos negros de gata resabiada e indulgentes con la manera de mirar a su jefe y escalar en la cadena de mando.
En cuanto le eché la vista encima se me metió en la cabeza: sería ella, no cabía duda, mi próxima víctima.
Estaba dispuesta a todo. Tras el primer sondeo supe que odiaba a los hombres y que daría su vida, su cuerpo y lo que hiciera falta con tal de jodérsela, la vida, a uno cualquiera con el menor pretexto.
Pero no fue por eso que la elegí, sino por sus ojos de gata y su cuerpo felino, de movimientos suaves y precisos, como si calculara en todo momento dónde iba a dar su próximo paso.
Y me acordé de los acantilados. Unos acantilados cercanos, interesantes para cualquier persona llegada de afuera y con el suculento añadido de invitarla a un plato típico de la zona, concretamente a unas llámparas en salsa choricera y picantona.
Antes de comer y de que nos vieran juntos le propuse conocerlos. Una caída de unos cincuenta metros en los sitios más alejados, donde nadie pudiera vernos en un día de semana laboral.
Un cielo claro, pero invernal, nos miraba atónito, nada sorprendido de nuestros abrigos que nos protegían de un viento norte desalentador para un agradable paseo. Sin embargo, era más fuerte su deseo de mostrarse complaciente con su jefe y seguirle en su caprichoso deseo de mostrárselos, los acantilados, en toda su agreste profundidad.
Es seguro que esperaba algo más, una aventurilla, una relación íntima, por su excitación verbal y su manera de comportarse.
La empujé como si fuera un accidente, un tropiezo en el camino orillado al abismo.
Quedó colgando, agarrada a unos arbustos en el mismo borde, con las piernas colgando y pidiendo socorro.
Me agaché, la tomé de las manos, y en ese preciso instante, con mi polla fría como un témpano, supe que no iba a disfrutar con aquello, que se había terminado el placer.
La subí, la abracé y le pedí perdón, mientras ella me rogaba que la llevara a su casa y pospusiéramos la comida.
Eso hice. Y fue tal mi decepción, mi confusión o mi cabreo, que esa misma tarde, antes de que la chica aireara su versión de los hechos, se lo confesé casi todo a mi anarquista. Y menos mal que no se lo conté todo: los casos anteriores.
No creas que me pilla muy desprevenida, me respondió, sé que nunca estuviste en un curso en Madrid y he seguido los destinos de los hijoputas que me jodieron. A dos de ellos les envié yo misma un par de putas estupendas pero infectadas de vih. Te lo agradezco en el fondo, lo del hostal, ahora ya estoy segura que fuiste tú, pero no quiero volver a verte jamás, no puedo vivir con ello, y mucho menos con esto otro, tan gratuito, tan de psicópata, por dios, no entiendo cómo pudiste engañarme tanto y durante tanto tiempo.
Quiero que salgas de nuestras vidas, ya. Si lo haces así y no planteas problemas, este será nuestro secreto. Si no, ya te lo puedes imaginar...
La inglesa nunca sabrá nada, cuéntale cualquier historia, que tan bien se te dan, pero desaparecerás de su vida también y de la vida de tus hijos. No existes. Adiós.


viernes, 1 de agosto de 2008

transiciones


“El Estado es una institución histórica transitoria, una forma pasajera de la sociedad”



Bakunin

MEMORESCENCIAS 41

Trabajábamos en tres frentes: Los locos expulsados de los internados psiquiátricos a la hora del cierre institucional y que por uno u otro motivo habían decidido dejar la medicación y alejarse de los nuevos centros de salud mental; los demenciados emergentes que familiares o amigos decidían que se estaban matando a base de pelotazos de una u otra sustancia; y la coordinación con el Sistema, de aquellas subvenciones o "imaginativas" propuestas que nos llegaban de entidades privadas, a veces opositadas por la Asistencia Social y otras veces recogidas directamente de grupos que en ese momento cuadraban con la política de drogodependencias diseñada por el ministerio. Y todo esto mucho antes de que se proclamaran por los sectores más conservadores y se aprobaran con el beneplácito higienista de los grupos más liberales, cualquier tipo de ley que restringiera el consumo habitual de drogas, legalizadas o no, de este país.
A mí me tocó dirigir el segundo grupo, es decir, el de los familiares y amigos que decidían que alguien se estaba matando, se estaba haciendo daño, o en el peor de los casos estaba haciendo daño a otros a causa de un desajuste en su equilibrio emocional o un brote psicótico derivado de una experiencia ocasional, como puede ser una separación de pareja, la pérdida de un trabajo o la muerte de un familiar.
De repente el individuo se sentía desamparado, deprimido o resentido con la sociedad y comenzaba a crear problemas en su entorno inmediato, problemas que afectaban a veces gravemente a la gente que tenía alrededor, a aquellos a los que más quería y con los que compartía sueños e inquietudes que de repente veía desmoronarse.
Si ya era difícil aceptar que a una persona que ha decidido dejar su medicación para sentirse vivo, para sentirse tal cual es, se le introdujeran psicotrópicos, medicamentos y extracciones sanguíneas sin su consentimiento, podéis imaginar lo difícil que era decidir poner fuera de juego a una persona normal, a un trabajador, a un padre o una madre de familia que está pasando un bache y coyunturalmente estorba al personal.
Pero así era. Se le hacía un seguimiento previo, se calculaba la cantidad de alcohol, tabaco, cocaína, marihuana o cualquier otra sustancia que se metiera alegremente en el cuerpo, se le sacaban unas fotos comprometedoras y si se prestaba al guión se le grababa una película en medio de una buena borrachera, una movidilla de esas tardías en la que pareciera que no iba a encontrar su casa, para convencer a su familia de que ese sujeto necesitaba una buena limpieza y una nueva reinserción, todo bajo la custodia y el presupuesto del Estado, bajo la supervisión de los mejores agentes especializados, o de lo contrario podría sobrevenirle en breve una apoplejía, una cirrosis o cualquier otra enfermedad terminal de la que ellos deberían hacerse cargo y cuidarlo tirado en una cama o en una silla de ruedas para el resto de su puta vida. Y firmaban, vaya si firmaban los muy cabrones.