sábado, 4 de julio de 2009

CUEVAS

Y en el borde del precipicio se abrazó a sí mismo y a su propia ignorancia, tan inmensa e inescrutable como le era ese cúmulo de inofensivas nubes. Nada veía más abajo, pero tampoco había visto nada más en la agreste superficie, bajo sus pies cansados, magullados, doloridos y sin ganas algunas de dar un paso atrás.
Me gustaría decir que en ese paso aprendió todos los demás.

Me gustaría decir que incluso aprendió a volar ante ese puente que se le extendía tan incognoscible e inhóspito como lo había sido su vida en la cueva en un pasado tan cercano.

Pero no fue así.

Para ser fiel a esta historia y a la memoria de su protagonista, no me queda más remedio que asegurarles que su cuerpo vagó entre nubes vaporosas durante unos segundos inexplicables y que luego sólo vio el fondo rocoso aproximarse hasta que sus huesos y su piel se fundieron en él.
Ni un pensamiento para su madre o para Liria. Es más, para ser totalmente exactos y adentrarnos en su caída como si fuera una excursión de nuestro propio ser, para ser fieles a su sentir y su pensar durante ese vuelo de cuarenta segundos tras las nubes, habremos de decir que vivió en ese escaso tiempo la historia completa de su joven vida: la puta oscuridad.