jueves, 6 de septiembre de 2007

A ESA EDAD










A ESA EDAD...







Le hubiera gustado editar un libro, sólo uno, el libro de su vida; pero jamás se atrevió a mostrar su obra, ni siquiera a José, su marido. Únicamente a Esteban.




Cogió la carpeta donde guardaba celosamente apuntes y poemas escritos durante más de medio siglo y completó con ella su equipaje. El cierre de la maleta resonó en la habitación como un portazo. Aurora apagó la luz, temerosa de que su hija hubiese despertado.




Permaneció a la escucha, en la oscuridad, agazapada como un ladrón tras la puerta de su habitación, meditando que si hubiera afrontado la soledad con valentía, si no les hubiera hecho caso, no se vería ahora en tan ridícula situación.




No le hizo ninguna gracia vender el piso donde había vivido con José y criado a su hija, aunque careciera de ascensor. Todavía se encontraba bien de salud. Subía hasta el cuarto de un tirón, sin pararse en los descansillos. Además, con el sacrificio que supuso pagarlo. Ella decía que a José se lo había llevado el piso a la tumba, aquel dichoso piso que tanto sudor y privaciones les había costado.




Apenas habían transcurrido tres meses desde la muerte de su marido, cuando una noche, después de una cena muy especial y durante una velada pródiga en sonrisas, en casa de su yerno, éste y Ana, su única hija, le propusieron irse a vivir con ellos. Para que no se sintiera sola y no tuviera que subir tantas escaleras. Porque ya se sabe, a esa edad, cualquier día se pondría enferma, o empezarían a flaquearle las piernas.




Al responder que casi no cabían ellos, con la niña, en aquel pequeño ático, le sugirieron vender el piso paterno y comprar uno nuevo en el centro, con dos o tres ascensores. Un piso grande, donde dispondría de una habitación propia. Con el dinero que ellos pagaban por el alquiler del ático y una mínima aportación de su pensión de viudedad, podrían afrontar perfectamente el pago de la hipoteca, una vez abonada la entrada mediante la venta del viejo inmueble. Estaría más cerca de su nieta y no se vería obligada a trabajar en la casa, aunque tampoco le impedirían cocinar si así lo deseaba. El hecho de que trabajasen los dos no suponía problema alguno. Mercedes, la chica del servicio doméstico, se encargaría de todas las tareas, incluso de cuidarla a ella en caso necesario. Su única ocupación consistiría en pasear y distraerse. Ana se comprometía a presentarle algunas señoras maduritas, entre otras a Puri, compañera de oficina, cercana a la jubilación y viuda también. Puri era miembro de la Asociación de Amas de Casa, y le había comentado en numerosas ocasiones lo mucho que se divertían en grupo y la extensa variedad de actividades disponibles en la misma. A esa edad, y en ese estado, no es bueno encerrarse en casa. Una empieza a pensar, se le agolpan los recuerdos y termina deprimida y enferma. Y claro, luego son los familiares quienes sufren y cargan con las consecuencias...




Todo iba sobre ruedas. Disponía de total libertad y de una habitación confortable. El ascensor la impresionó un poco, al principio, pero después de subir un par de veces andando hasta un octavo, terminó por acostumbrarse a él. Paseaba con su nieta por el parque cercano todos los días que el tiempo lo permitía, tras recogerla a la salida del colegio. Ese otoño disfrutó dos semanas de vacaciones en Salou, en compañía de algunas socias con quienes comenzaba a simpatizar, aprovechando las ofertas hoteleras fuera de temporada. Asistía regularmente a las reuniones, conferencias y exposiciones que se celebraban en la sede, e incluso comenzó a comprometerse con sencillos trabajos de redacción y mecanografía en la secretaría de la misma.




Además de las excursiones en autocar que ofertaban esporádicamente, de un día de duración, cada mes organizaban una especie de cena de hermandad en un restaurante de los alrededores. Gracias a una esas cenas, cuatro meses atrás había conocido a Esteban.




Ahora no recuerda quién propuso la idea, pero después de cenar se abrió un debate sobre las saludables propiedades del baile y finalizaron la velada en una sala de fiestas un tanto extraña, donde predominaba la gente de avanzada edad. Si bien le sorprendió en un principio la existencia de un lugar así, no tardó en recordar que su yerno había hablado en una ocasión, no supo entonces si en serio o en broma, sobre ciertos lugares llamados "desguaces", donde iban a ligar los viejos y divorciados de difícil reinserción. Y le había dicho a Ana que ahí acabaría su madre con tanto viaje y tanta fiesta.




Sentada con dos amigas a una de las mesas situadas alrededor de la pista de baile, dudaba todavía si aquellos viejecitos que se abrazaban bailando eran o no respetables matrimonios. Sus dudas se disiparon cuando tres caballeros muy corteses las invitaron a bailar. Aurora se negó y quedó sola en la mesa. Esteban había presenciado la escena y se le ofreció como acompañante. Es Navidad, dijo, en un tono tan desamparado como amable. Y no supo negarse. Fue el inicio de una hermosa y entrañable amistad.




Mientras tanto, en casa, el escaso y adusto mobiliario que antes decorara el ático, fue sustituido por lujosos muebles de diseño construidos en maderas nobles. Pedro compró un coche nuevo, de esos de inyección, con turbo. Su hija se adjudicó el viejo, que todavía estaba bastante presentable. A Marisina le regalaron una enciclopedia que ocupaba una pared entera; el equipo musical y la estantería eran de regalo. Cortinas y lámparas en todas las habitaciones; televisor más grande, de esos automáticos, con teletexto; vídeo superprogramable, con no-sé-cuántos cabezales...




Aurora no se explicaba de dónde podía salir tanto dinero, pero la última vez que insinuó irse de viaje, Ana le había llamado egoísta. Y no le había devuelto la libreta de ahorros, la que compartían por si le ocurría algo, a esa edad, desde que hacía ya dos meses se ofreciera a ponérsela al día. Le dolía lo que le estaban haciendo. No por el dinero, para qué lo quería ella, sino por su intolerable falta de consideración y de respeto. Si lo necesitaban, ¿por qué no se lo pedían?¿acaso la tomaban por tonta?...




A tientas, buscó en la estantería hasta encontrar su libro preferido. Se aseguró del título valiéndose de la luna llena que invadía la alcoba: "En las orillas del Sar". Con él en la misma mano que portaba la maleta, abandonó su casa como un adolescente huyendo del hogar, en silencio, ni siquiera una nota, con la certeza de que jamás volvería a posar sus pies allí. Toda su relación familiar desmoronada por una maldita cuenta bancaria, por una miserable pensión de viudedad que bien podía haberse llevado José a la tumba, aunque tuviera que vivir de la caridad. Una cuenta que dejaba allí, para siempre, en aquella casa que de repente se le antojaba extraña y fría. Una libreta de ahorros que le recordaría de por vida el día en que su hija la trató como a una puta, instantes después de exigirle que se la devolviera. Cómo no le daba vergüenza, a su edad, echarse un novio. Y además mantenerlo. No tenía ningún derecho a gastar su dinero con él, después de lo que habían hecho por ella, después de sacrificar su intimidad para que ella no se sintiera sola, después de soportar sus rarezas e incluso sus ronquidos nocturnos...




Se dirigió a la parada de taxis, introdujo en el maletero su exiguo equipaje y ya en el interior del vehículo sacó del bolso un pedazo de papel y lo desplegó con ternura, como si se tratara de una delicada flor y temiera desprender sus pétalos. Leyó en voz alta una dirección de los suburbios. Al tiempo que aceleraba el motor, sintió que lo hacía también su corazón, a la misma velocidad que en su primera cita, con José, hacía la friolera de cincuenta años. Qué pensaría, el pobre, si la viera dirigirse con la misma ilusión, a esa edad, en busca de otros brazos, los de Esteban. Ya casi amanecía. Aurora, sonrió.