domingo, 2 de noviembre de 2008

MEMORESCENCIAS 66

Tras la caída de las torres gemelas cerré mi apartamento en Maracaibo y alquilé uno en la avenida Libertador, en el centro de Caracas. Cuanto más me alejara de los viejos más seguros estarían. En aquella época cambiaba constantemente de identidad, pero siempre podía filtrarse, todo dependía del interés de la agencia. Y además me ahorraba un vuelo en cada viaje a Bagdad.
Cuando murió mi mulata compré un confortable picadero en una discreta urbanización de lujo en las afueras, para mis ligues de fin de semana, por respeto a ella, a nuestros lugares comunes, y porque no me apetecía que mis suegros estuvieran al corriente de mis asuntos amorosos. Supongo que por respeto a ellos también.
Al principio lo usaba simplemente para descansar y cambiar de aires, pero al cabo de unos meses comencé a frecuentar ciertos lugares de ligue para mi edad y poco a poco hice algunas amigas a las que invitaba de vez en cuando. Un par de ellas estaban casadas. Cocinábamos y follábamos. Nada serio.
Pero cuando me trasladé a Caracas y comencé con la viajadera a Irak en compañía de la catira, caí en la tentación de invitarla a mi nuevo pisito en uno de los retornos. La verdad es que nos entendíamos muy bien en la cama. Lo pasábamos de puta madre.
Su marido, el dentista, se había enamorado de la negrita, loquito de todas las bolas, y cuando dió a luz al hijo de su tío no dudó en reconocerlo como suyo y darle su apellido. Cuando se enteró la catira le retorció los huevos, le puso una maleta en la puerta y cambió las cerraduras del adosado.
Ahora tienes un hijo que cuidar, no hace falta que veas a los míos, a tomar por culo, sobamonos, coñomadre, huevón...
Y tú, puta desgraciada, salvapatrias del coño de tu madre, que te jodan a ti y a tus hijos, no necesito ver a esos huevones nunca más...
Esas fueron las últimas palabras que se dirigieron y la última vez que se vieron. Lo demás lo dejaron en manos de sus abogados, con un rápido divorcio de mutuo acuerdo para no tener que verse las caras en el juzgado.
No me lo había contado hasta que la invité a mi piso. Había dejado a los niños con sus padres y dado vacaciones a la mucama, de modo que no tenía prisa. Se quedó todo el fin de semana y el lunes a primera hora tomamos juntos el avión.
Aunque yo permanecí en mi casa y ella en la suya, aquello fue el inicio de una relación estable que duraría varios años, a veces solos y a veces compartiendo nuestro tiempo con sus hijos, casi adolescentes, con los que mantendría una cálida y a la vez distanciada amistad. Nunca pretendí ocupar el lugar de su padre.
La rubia me confesó que llevaba mucho tiempo enamorada de mí. Su amor consiguió que yo centrara de nuevo mis afectos, tras un par de años a la deriva, y comenzara a verla como algo más que un buen polvo. De modo que terminé queriéndola, todo un bálsamo en medio de aquella locura que nos tocó vivir en un país semidestruido, con carencias de todo tipo y la constante amenaza de una nueva invasión tras la caída de las torres. Finalmente el hijo terminaría el proceso de destrucción y crímenes contra la humanidad iniciados por su padre. De tal palo tal hijoputa.