viernes, 1 de agosto de 2008

MEMORESCENCIAS 41

Trabajábamos en tres frentes: Los locos expulsados de los internados psiquiátricos a la hora del cierre institucional y que por uno u otro motivo habían decidido dejar la medicación y alejarse de los nuevos centros de salud mental; los demenciados emergentes que familiares o amigos decidían que se estaban matando a base de pelotazos de una u otra sustancia; y la coordinación con el Sistema, de aquellas subvenciones o "imaginativas" propuestas que nos llegaban de entidades privadas, a veces opositadas por la Asistencia Social y otras veces recogidas directamente de grupos que en ese momento cuadraban con la política de drogodependencias diseñada por el ministerio. Y todo esto mucho antes de que se proclamaran por los sectores más conservadores y se aprobaran con el beneplácito higienista de los grupos más liberales, cualquier tipo de ley que restringiera el consumo habitual de drogas, legalizadas o no, de este país.
A mí me tocó dirigir el segundo grupo, es decir, el de los familiares y amigos que decidían que alguien se estaba matando, se estaba haciendo daño, o en el peor de los casos estaba haciendo daño a otros a causa de un desajuste en su equilibrio emocional o un brote psicótico derivado de una experiencia ocasional, como puede ser una separación de pareja, la pérdida de un trabajo o la muerte de un familiar.
De repente el individuo se sentía desamparado, deprimido o resentido con la sociedad y comenzaba a crear problemas en su entorno inmediato, problemas que afectaban a veces gravemente a la gente que tenía alrededor, a aquellos a los que más quería y con los que compartía sueños e inquietudes que de repente veía desmoronarse.
Si ya era difícil aceptar que a una persona que ha decidido dejar su medicación para sentirse vivo, para sentirse tal cual es, se le introdujeran psicotrópicos, medicamentos y extracciones sanguíneas sin su consentimiento, podéis imaginar lo difícil que era decidir poner fuera de juego a una persona normal, a un trabajador, a un padre o una madre de familia que está pasando un bache y coyunturalmente estorba al personal.
Pero así era. Se le hacía un seguimiento previo, se calculaba la cantidad de alcohol, tabaco, cocaína, marihuana o cualquier otra sustancia que se metiera alegremente en el cuerpo, se le sacaban unas fotos comprometedoras y si se prestaba al guión se le grababa una película en medio de una buena borrachera, una movidilla de esas tardías en la que pareciera que no iba a encontrar su casa, para convencer a su familia de que ese sujeto necesitaba una buena limpieza y una nueva reinserción, todo bajo la custodia y el presupuesto del Estado, bajo la supervisión de los mejores agentes especializados, o de lo contrario podría sobrevenirle en breve una apoplejía, una cirrosis o cualquier otra enfermedad terminal de la que ellos deberían hacerse cargo y cuidarlo tirado en una cama o en una silla de ruedas para el resto de su puta vida. Y firmaban, vaya si firmaban los muy cabrones.