martes, 5 de agosto de 2008

MEMORESCENCIAS 42

Formábamos grupos compactos, con un psiquiatra en la cabecera y varios asistentes sociales, por lo general chicas, cuyo número dependía de la densidad demográfica de la zona. Las ciudades se dividían en barrios o distritos y abarcaban bares, lugares de copas o de diversión bien adjudicados, aunque transgredibles dependiendo de las necesidades reales con los diferentes "pacientes" , a veces más intuitivos o conocedores de su acecho sistemático y de las personas que lo ejercían. En estos casos siempre se agregaba un elemento disuasor de fuerza bruta, un tío bien cachas o con cara de asesino. Tengamos en cuenta que era necesario meterles en principio el anestésico o anterógrado en la bebida o el tabaco, para después proceder a la inoculación de los psicotrópicos precisos en la misma bebida y además en la epidermis, acción ésta imprescindible para una actividad más relajada, pues un depósito epidérmico se traducía en semanas de enajenación mental, inseguridad e impotencia para realizar una escapada o tomar alguna decisión imprevista, como no fuera el suicidio. Muerto el perro, se acabó la rabia. A la familia se la prevenía de esa pequeña posibilidad desde el principio, como un mal menor. Los teníamos cojidos a todos por las pelotas.
Aquella educadora social, como más tarde se llamarían, era una morena de ojos negros de gata resabiada e indulgentes con la manera de mirar a su jefe y escalar en la cadena de mando.
En cuanto le eché la vista encima se me metió en la cabeza: sería ella, no cabía duda, mi próxima víctima.
Estaba dispuesta a todo. Tras el primer sondeo supe que odiaba a los hombres y que daría su vida, su cuerpo y lo que hiciera falta con tal de jodérsela, la vida, a uno cualquiera con el menor pretexto.
Pero no fue por eso que la elegí, sino por sus ojos de gata y su cuerpo felino, de movimientos suaves y precisos, como si calculara en todo momento dónde iba a dar su próximo paso.
Y me acordé de los acantilados. Unos acantilados cercanos, interesantes para cualquier persona llegada de afuera y con el suculento añadido de invitarla a un plato típico de la zona, concretamente a unas llámparas en salsa choricera y picantona.
Antes de comer y de que nos vieran juntos le propuse conocerlos. Una caída de unos cincuenta metros en los sitios más alejados, donde nadie pudiera vernos en un día de semana laboral.
Un cielo claro, pero invernal, nos miraba atónito, nada sorprendido de nuestros abrigos que nos protegían de un viento norte desalentador para un agradable paseo. Sin embargo, era más fuerte su deseo de mostrarse complaciente con su jefe y seguirle en su caprichoso deseo de mostrárselos, los acantilados, en toda su agreste profundidad.
Es seguro que esperaba algo más, una aventurilla, una relación íntima, por su excitación verbal y su manera de comportarse.
La empujé como si fuera un accidente, un tropiezo en el camino orillado al abismo.
Quedó colgando, agarrada a unos arbustos en el mismo borde, con las piernas colgando y pidiendo socorro.
Me agaché, la tomé de las manos, y en ese preciso instante, con mi polla fría como un témpano, supe que no iba a disfrutar con aquello, que se había terminado el placer.
La subí, la abracé y le pedí perdón, mientras ella me rogaba que la llevara a su casa y pospusiéramos la comida.
Eso hice. Y fue tal mi decepción, mi confusión o mi cabreo, que esa misma tarde, antes de que la chica aireara su versión de los hechos, se lo confesé casi todo a mi anarquista. Y menos mal que no se lo conté todo: los casos anteriores.
No creas que me pilla muy desprevenida, me respondió, sé que nunca estuviste en un curso en Madrid y he seguido los destinos de los hijoputas que me jodieron. A dos de ellos les envié yo misma un par de putas estupendas pero infectadas de vih. Te lo agradezco en el fondo, lo del hostal, ahora ya estoy segura que fuiste tú, pero no quiero volver a verte jamás, no puedo vivir con ello, y mucho menos con esto otro, tan gratuito, tan de psicópata, por dios, no entiendo cómo pudiste engañarme tanto y durante tanto tiempo.
Quiero que salgas de nuestras vidas, ya. Si lo haces así y no planteas problemas, este será nuestro secreto. Si no, ya te lo puedes imaginar...
La inglesa nunca sabrá nada, cuéntale cualquier historia, que tan bien se te dan, pero desaparecerás de su vida también y de la vida de tus hijos. No existes. Adiós.