lunes, 11 de agosto de 2008

MEMORESCENCIAS 44

Pero era Maracaibo mi destino. A mis treinta y cinco años sabía lo suficiente como para permitir que el dinero se metiera en mis bolsillos sin titubeos y me librara de la infamia universal, la cual puede parecer muy borgiana, la frasecilla, pero ahí está con todas sus consecuencias. Yo lo sabía mejor que nadie: si tienes dinero no te pueden machacar, ni siquiera tu propia familia, ni las mil firmas de los mil mejores prohombres del planeta, y mucho menos los mil mayores hijosdeputa navegando a tu alrededor.
No me interesaba New York, repleta de fantasmas... Pasé dos noches y tres días deambulando por sus calles, entre sus enormes mausoleos de acero y de cristal, con sus dos torres gemelas aún incólumes, como un presagio de la caída que sufrimos los héroes, o así me sentía yo ante mi propia soledad sin derrumbarme.
Recorrí las calles lorquianas sin encontrar en ellas ningún misterio subliminal que atesorara ese montón de poemas muertos, y resignado me encaminé de nuevo al barco, a ese barco que me llevaría a la conquista técnica de las plataformas del gran lago, un lago que para los indígenas primigenios era un mar, un mar donde se acababa la tierra, antes, mucho antes de que la posesión de hidrocarburos significara una manera de estar en el mundo, una manera de presentarse más o menos protegido ante el devenir del poder global y sus representantes. Entrábamos en los noventa, y todos conocíamos cuál era el discurso y quienes lo dictaban tras las grandes crisis de las dos décadas anteriores. Occidente, y sobre todo las grandes corporaciones norteamericanas, no estaban dispuestas a someterse al criterio de ninguna opep que les acercara al callejón sin salida de los precios marcados por los propietarios del oro negro. A esas alturas ya los tenían embargados hasta los huevos con préstamos multimillonarios y dependían de la industria yanqui hasta para recambiar una tuerca.
Bueno, en realidad todo este discurso me la traía bien floja en aquel momento.
Lo que yo pretendía en primer lugar era recomenzar mi vida, encontrar un buen trabajo para el que me sentía bien cualificado, blindar en dólares mi contrato para protegerlo de los avatares del bolívar, y sobre todo reincorporarme al sentir y al sentido de la propia vida, que para mí pasaba por hallar una mujer en la que sumergirme y lamer mis heridas, aunque fuera, como suele suceder a esa edad, lamiendo las suyas.
De manera que me entregué en cuerpo y alma a mi labor de superar todos los records de producción de la planta en la que fui contratado, por supuesto con mi falso título de ingeniero técnico que a los pocos días nadie se atrevió a poner en duda.
Rediseñé los equipos de extracción hasta lograr la eficacia de los ingleses e impartí cursos de formación para los trabajadores autóctonos. Incluso me gané la simpatía de mis colegas y de la gente que trabajaba conmigo, porque ya no me sentía dolido con el mundo, con aquel mundo, sino que pretendía renacer al calor del trópico y de todos los enigmas que se me plantearan, más allá o más acá de cualquier lógica predefinida.
Enseguida los fines de semana se transformaron en fiestas interminables donde acabábamos bailando salsa y charlando hasta el amanecer, rociados por una mezcla de costillas de cerdo, cerveza y ron de caña para el mamoneo final.
El espíritu festivo de los venezolanos y de otros sudamericanos que me fueron presentando me devolvió la alegría de vivir, y los encantos de algunas señoritas me devolvieron la sonrisa y las ganas de armonizar con ellas, es decir, de empezar de nuevo a follar.
La mezcla de indias, africanas y europeas creaba unos contrastes casi imposibles de imaginar, en algunas de una belleza tan sobresaliente que daban ganas de llorar, de reír, de amar simplemente un rostro, o en ocasiones también un cuerpo escultural.
Es inimaginable para alguien que no lo haya visto, para alguien que no haya tenido la inmensa suerte de pasar por allí.
Y por supuesto, me enamoré.