viernes, 8 de agosto de 2008

MEMORESCENCIAS 43

Le dije a la inglesa, a mi pelirroja del alma, que no podía continuar con mi trabajo, que tras cinco años de pelearme con la burocracia del cuarto poder, de ese poder psiquiátrico, tan desconocido como mezquino e intransigente, necesitaba irme, aunque eso determinara la ruptura temporal del triángulo amoroso y de la necesidad de educar y ver crecer a mis hijos.
Lloró sobre mi pecho y me deseó lo mejor. Vuelve pronto, me respondió.
Jamás volveríamos a vernos. Sabía que las amenazas de la psicoanalista no eran vanas, pero en lo más profundo de mí sentí además una necesidad de renovación, en todos los ámbitos, sobre todo en la difícil relación que se me planteaba con las mujeres, después de haber amado a dos tan intensamente, después de haber sido expulsado del paraíso.
Por primera vez sentí la soledad como una puñalada, como un elemento extraño e indeseable que abarcaba todo mi ser.
Y sentí a la vez que era algo merecido, que tenía que pagar de alguna manera por lo que le había hecho a otros seres, se lo merecieran o no. Y, sobre todo, por lo que había disfrutado con ello.
Llamé al capitán y me embarqué de nuevo en las plataformas petrolíferas, no con él, porque tenía sus plazas cubiertas, pero no dudó en recomendarme a una nueva explotación.
Nos las arreglamos para enrolarme como técnico de grado medio, en lugar de mero oficial electricista. Los dos sabíamos que no íbamos a defraudar a nadie, y de alguna manera se sentía agradecido y le agradó hacerme ese favor.
Y allí estaba de nuevo, en medio de la niebla y el dolor, pero esta vez como un animal herido, más cercano a la muerte que a la propia vida y permitiendo que el trabajo fuera mi única excusa para sobrevivir.
Conocedor del idioma y de la idiosincrasia local, utilicé todos los mecanismos posibles para joder al personal y hacerme lo suficientemente aborrecible como para que me odiaran profundamente, tanto la gente sobre la que ejercía mando como la que simplemente veía en mi eficacia una manera de acumular poder.
A los seis meses me dieron una baja incentivada y se libraron de mí, algo que no se me ocurrió rechazar porque en el fondo era lo que estaba buscando.
Me embarqué en un mercante que hacía escala por allí programadamente para dejar víveres y repuestos industriales y me largué lo más lejos posible, camino de las américas.
La estatua de la libertad me recibió como a un puto náufrago sin destino y sin la más mínima idea de lo que me iba a acontecer, algo tan incalculable como maravilloso, y aún es el día de hoy que me pregunto qué habría sido de mi vida, qué empequeñecida habría sido, si no hubiera tenido la suerte de sufrir esa experiencia.