jueves, 28 de agosto de 2008

MEMORESCENCIAS 45

Era una mulata de tercera generación, descendiente de una abuela jamaicana y un abuelo holandés que había llegado al nuevo mundo perseguido por el primero, acusado de diversas estafas y falsificaciones varias con el contenido de los barcos que iban y venían, funcionario del puerto con imaginación y ganas de prosperar. Lo exiliaron a buscar mejor fortuna en los barcos que navegaban el Orinoco y terminó traspasando fronteras fluviales en los negocios del caucho, tan prósperos en aquella época, lo cual no resultó tan negativo porque acabó convirtiéndose en un prohombre de la ínsula boscosa de Manaos, paciente en el recibo del líquido dorado, pero imprescindible en los mercados europeos y norteamericanos con el despegue de la locomoción automovilística.
Su abuela conocía todos los secretos del sincretismo budú cristianizado y lo mismo leía el porvenir en los posos del café que descifraba el tiempo que restaba a cada cual en las patas de pollo arrancadas de cuajo a las gallinas sacrificadas para un buena cazuela.
Su padre se metió rápidamente en la política, aprovechando el empujón mediático de sus progenitores, y su madre se dedicó a la jardinería, pues no pocas hectáreas de buena tierra fértil le fueron legadas, como hija única de un cacique de la zona y además casadera sobrenatural, pues se decía de ella que ni la virgen maría poseía la dignidad y el carisma para engendrar un ente más luminoso que ella misma.
Tanto era así, que nadie se atrevió a cortejarla más que un aventurero araucano del que se decía que había descendido las aguas del salto del ángel con los brazos en cruz.
Y de esa cruz sobre su cuerpo de aguas derramadas al son de sus canciones araucanas, nació ella, mi gran amor americano, con la tez morena de la castaña madura, el pelo rubio y liso y unos ojos azules que parecían robarle la luz en la noche a las estrellas. Y esquiva para los hombres como lo fue su madre.
Nos conocimos en el club náutico, un residuo de lo que fuera en otro tiempo lugar de entretenimiento para las élites políticas y econónomicas y que ahora era simplemente un lugar de reunión para los extranjeros, funcionarios y empresarios con ganas de compartir ideas y algún que otro concepto, pero sin pasarse, entre la ironía y el escepticismo incipiente en un país con la economía a la deriva.
Celebrábamos algún centenario bolivariano, con Hugo Chávez llegando al escenario, aderezado con la mejor fauna militar del momento, cuando entre una costilla y otra coincidimos al abrir una de las cavas de cerveza helada, sumergidas en hielo.
Nos miramos y el mundo se paró: dejó de girar, os lo aseguro, yo mismo sentí el impulso de la inercia y me encontré turbado entre sus brazos.
Me sujetó, como quien abraza a un suicida a punto de caer en el abismo. Sé que vio mi caída, sé que la contempló más allá de la hierba, de aquel jardín regado sin descanso, protegido del sol incandescente durante las horas muertas y desoladas de la temporada seca hasta la tarde.
Y algo debió de ver, más allá de mis ojos, más allá de mi perdido norte en tierra extraña: ¿eres tú el español que anima con sus actos los sueños de mi gente?...
¿Y tú eres aquella que anima con sus sueños los actos de los dioses?...
Y así, sin más, nos dejamos llevar como niños por una inercia ya concluida y rodamos por la hierba uno encima del otro, riendo a carcajadas y sin perder de vista la mirada del otro, durante un buen rato, hasta que nos dimos cuenta que todas las miradas estaban pendientes de nosotros. Nos tomamos de las manos y nos ayudamos a levantarnos.
Volvimos a la nevera de poliuretano, sacamos dos cervezas y brindamos por nosotros, por lo que habíamos vivido, tan intenso, y por lo que nos restaba por vivir, que en ese momento creímos largo y maravilloso.