sábado, 29 de marzo de 2008

SUSTANCIALMENTE


SUSTANCIALMENTE

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Vivimos en una sociedad que ha investigado el cerebro humano lo suficiente, aunque nos encontremos a cientos de años luz de conocerlo por completo, como para hablar con naturalidad de procesos químicos, sustancias neurotransmisoras y reacciones neuronales.

Como bien saben los psiquiatras, es necesario un equilibrio aceptable entre niveles, velocidades, combinaciones y reacciones de dichas sustancias químicas para que todo marche bien en la azotea y la persona pueda llevar una vida normal.

Estudios más recientes determinan zonas concretas destinadas a actividades conocidas y sustancias bien identificadas que actuarían sobre el carácter y definirían conductas o enfermedades reconocibles en caso de deficiencia o exceso de sus niveles, problemas estos que se vienen solucionando mediante intervenciones quirúrgicas en el caso de tumores o trombos, y mediante psicofármacos en el caso de que sea precisa una compensación química a la búsqueda del equilibrio necesario.

Se sabe que generamos endorfinas, dopamina, adrenalina, serotonina, etc., y que estas drogas endógenas son necesarias para sentirnos bien con nosotros y con el mundo, porque de sus niveles en nuestro organismo depende que nuestra voluntad de vivir, nuestro bienestar e incluso nuestro sistema inmunológico funcionen correctamente.

Y se sabe también que no todas las personas generan las mismas cantidades y que una pequeña diferencia puede determinar su carácter, su manera de ser y de estar en el mundo: más o menos triste, más o menos activo, más o menos contestatario, más o menos conservador, más o menos tímido, miedoso, luchador, hiperactivo, etc.

Si la diferencia no es tan pequeña tendríamos que utilizar otros adjetivos: inmovilista, megalómano, depresivo, eufórico, sociópata, impío, mercenario, hijodeputa, etc., y entraríamos a hablar de patologías médicas con necesidad de tratamiento, de psicofármacos que estabilicen los niveles químicos y permitan al individuo desarrollar su vida en sociedad sin representar un peligro para el resto de sus semejantes.

Hasta aquí todo parece claro, pero de repente surge la pregunta del millón: ¿dónde establecer los límites conductuales que nos permitan diferenciar a un individuo de otro, al que necesita ayuda psiquiátrica y al que puede valerse por sí mismo, debido a que sus niveles químicos no están dentro de la media pero tampoco fuera de su control para llevar una vida social sin medicarse, sin someterse a la medicina oficial?

En una publicación del 2002, el neurocientífico de la universidad de Oregón, John C. Crabb, resumía sus descubrimientos en torno a las tendencias alcohólicas y recordaba que los científicos han identificado genes que son más comunes en los individuos predispuestos al alcoholismo y que esos genes producen deficiencias en el sistema de recompensa de dopamina del cerebro.

Según su investigación, las personas que no generan de forma natural ese neurotransmisor son más propensas a hacerse adictas a ciertas sustancias que les infundan un estado de alegría que no son capaces de obtener por los medios neuroquímicos habituales. De ahí que se transformen en bebedores ocasionales, cuando no en habituales.

De la misma manera, la nicotina imita los efectos de sosiego de la acetilcolina, neurotransmisor que comunica las neuronas y los músculos y juega un papel clave en el ritmo cardíaco, la respiración, el funcionamiento del bazo y la dilatación de las pupilas, todas ellas funciones autónomas del sistema nervioso. De ahí que las personas con esta deficiencia sean más propensas a convertirse en fumadores habituales.

De manera que llegamos a la conclusión de que ciertas personas estarían utilizando sustancias perfectamente legalizadas, para adquirir unos niveles químicos cerebrales que les permitan vivir con los mismos patrones de receptividad del mundo y de sus habitantes que las personas “normales”, cuyos cerebros generan gratuitamente lo que los otros se ven necesitados a comprar.

Y si pasamos a hablar de los efectos secundarios, basta con leer los prospectos de los psicofármacos para hacernos una idea de la peligrosidad de los mismos, aún por determinar plenamente debido a su corto espacio de aplicación, aunque lo que sí sabemos en este momento es que producen obesidad, embotamiento de las funciones cerebrales, incapacidad laboral y social, desórdenes de conducta, adicción y elevadísimas ganancias para las multinacionales farmacéuticas y las empresas terapeúticas que trabajan en el sector.

Por otro lado, llevamos miles de años destilando alcohol y elaborando bebidas más o menos alcohólicas y aun así hemos llegado a la Luna y colocado sondas vigilantes en las circunvalaciones de los anillos de Saturno. Entre todos. Entre los bebedores ocasionales y los habituales, porque de los otros, de los abstemios, de los que producen ellos mismos la dopamina suficiente para soportar toda la miseria de este mundo, sólo hemos recibido una aportación minoritaria. Son minoría. Son aquellos que, para no beber, se tiran desde un puente con una goma hasta dar con la cabeza en el suelo. O se van a subir miles de metros sobre algún abismo, se tiran en paracaídas o intentan afirmar su personalidad contratando un programa guerrillero de fin de semana para meterse adrenalina a tope.

A buen entendedor, salud.
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