miércoles, 14 de enero de 2015

CUÁNTICO AMOR



Aún le quedaban dos largos de piscina. Pero algo estaba fallando allí dentro, en su interior. La última vuelta le había costado demasiado y un ligero dolor comenzaba a instalarse en su pecho y recorrerle el brazo izquierdo.
No era su primer infarto, pero allí en el agua, a mitad de camino, en el maldito centro de la piscina, sintió pánico.
El nanorobot recibió los mensajes químicos y comenzó a desarrollar su programa de emergencia. Liberó diez millones de nanomoléculas de adrenalina en sangre, a través de la aorta, y cinco de nitroglicerina inyectados directamente en el miocardio. La reacción no se hizo esperar: la bomba comenzó a funcionar, aunque un tanto asimétrica, el sístole parecía marchar a un ritmo indefinible, incapaz de acompañar al diástole.
Eva, doctora en biología molecular y especialista en tecnología nanométrica con master cum laude por la universidad de Harvard, imaginaba el trabajo de su pequeño compañero pero era consciente de que algo seguía mal.
Recordó las indicaciones del día anterior, el bombardeo con células madre cardioproyectadas que había ordenado a Billy, su nanorobot, en una zona ventricular ligeramente dañada tras la operación de cáncer de esófago que había sufrido meses atrás, en la que por cierto se lo habían extirpado satisfactoriamente. Al imbécil del cirujano, sin embargo, se le había ido la mano. Pero eso ya era historia pasada y ni siquiera lo habían advertido en los chequeos del postoperatorio.
Fue investigando unas nuevas enzimas antioxidantes con las que dotar a Billy para ayudarle a prolongar la vida de su corazón, cuando éste la informó, mediante una alerta roja en su retina, del minúsculo corte, seguramente de bisturí, casi un puntito insignificante que había cicatrizado pero a la vez formado alrededor una corteza de tejido arrugado y preocupante como una costura mal hecha en una camisa.
De modo que esa misma noche, mientras dormía, Billy había estado trabajando en la eliminación del costurón y su posterior reemplazo con hermosas células madre propiedad de su dueña y señora, la doctora Eva.
El nanorobot estaba dotado de inteligencia artificial y capacidad de aprendizaje. Aquellos dos años controlando el perfecto funcionamiento de su corazón, le habían enseñado los misteriosos giros y cambios de velocidad que el músculo se ve obligado a afrontar a causa de las más extrañas emociones. No sólo había acompañado a su dueña aportando las dosis químicas necesarias en los esfuerzos fisiológicos deportivos, como los diez largos de piscina diarios, o en los cambios de ritmo motivados por la euforia de algún experimento triunfal, sino también en situaciones un tanto extrañas, inexplicables para él al principio, cuando se encontraba en compañía de un hombre en especial.
Y por alguna razón, desde hacía algún tiempo no le parecía nada bien. Aquel corazón era su morada, vivía y se desvivía por él, y de alguna manera sentía que algo, o alguien, se lo estaba arrebatando.
De modo que a la vez que realizaba las órdenes señaladas, se le había ocurrido la idea de castigar a su infiel portadora con una simulación de infarto cada vez que su corazón se disparara ante la presencia de John.
Tras varias semanas de insistencia, Eva le había convencido para que esa mañana nadara con ella en la piscina.
Cuando el hombre la recogió del fondo ya estaba muerta. Unos ojos de sorpresa lo miraban desde un fondo inescrutable. En su pupila derecha aún titilaba un minúsculo y enigmático puntito rojo, cada vez más lejano...