viernes, 13 de mayo de 2011

SALVADOR

La primera vez que me enamoré tenía quince años.
En lugar de declararle mi amor, bailé con ella un par de piezas en una romería y me fui con los amigos.
No me la quitaba de la cabeza, así que le escribí una carta anónima, usurpando unos archivos nominativos y domicialiarios que no vienen a cuento.
En ella le advertía de lo cabrones que éramos los chicos y que anduviera con cuidado con el lobo feroz.
Ella estudiaba bachillerato y yo ya me codeaba con los cabronazos de la formación profesional, una pila de perdedores o de hijos de perdedores, pero el caso era lo mismo: unos padres que no podían pagar nuestros estudios para la clase media. Unos pringados del tardofranquismo que aún nos seguiría agarrando las pelotas durante mucho tiempo, incluso tras la muerte del dictador, todo atado y bien adornado.
Ahora pienso que fue por eso, porque me sentía inferior. Aunque sobre todo era más tímido que otra cosa.
Pocos años más tarde me descubriría, ya ganando un buen sueldo gracias a haber perdido, aconsejando a un colega para que no dejara a su novia, que estaba loquita por sus huesos pero estudiando derecho, que no, que no importaba una mierda, que él podía ser tornero o mecánico o fontanero y su mujer no lo iba a despreciar por eso.
El amor supera todas las barreras, amigo mío, no se para en cochinadas monetarias ni alternes universitarios.
La dejó.
No quería salvar a nadie.
Mientras tanto la chica de la que yo estaba enamorado, que por supuesto nunca respondió a mi carta, jeje, cómo hubiera podido, empezó a salir con un chavalete del barrio más majo que las pesetas, de la izquierda moderada.
Unos años más tarde lo encontraría casado con ella, ella esquivando mi mirada, él agente de seguros o algo así, nos saludamos en el bar, les invité a las copas y me fui.
A ella no se la veía muy alegre, seguía con sus ojeras y su hermosa carita de cordero para degollar, pero yo sabía que estaba con un buen tipo.
Así que me dije, ves, una que salvaste.
Lo mío con las mujeres es demencial.
Tenían que haberme puesto de nombre Salvador.
Bueno, pues el caso es que a los dieciocho me enamoré otra vez, normal, la testosterona saliéndome por las orejas, me ligué a la más bonita del baile, le hice la corte, le hice chantaje, le hice de todo finalmente.
Ella estaba a esas alturas muy enamorada, le encantaba nuestra intimidad, pero esperaba recoger la cosecha, se lo leía entre líneas.
Y allí estaba yo, a los veinte, medio borracho en un bar, ofreciéndole matrimonio, harto de sus quejas sobre la mala vida que llevaba en casa y el trabajo que le costaba convencer a sus padres para que viniera a verme los jueves, a echar el polvito de entresemana, señores, que no era moco de pavo.
La salvé.
También la salvé, pero esta vez fue conmigo y para muchos años.
Una zorra que se llamaba amiga intentó hacerme comprender, después de separarados, que no, que nunca estuvo enamorada de mí en esos veinte años, ni siquiera el primero, que sólo había estado enganchada.
Joder, pues vaya enganche, no salíamos de la cama más que para comer, en casa o fuera con los amigos.
Esa zorra, que no voy a citar, le hizo a su hombre el mayor chantaje que se pueda imaginar: o tu madre o yo.
Ostias, porque a mí me hicieron el de tu amigo o yo, pero me cuesta imaginar qué hubiera hecho si me dan a elegir entre dos mujeres, una la que me echó al mundo, y otra la que me está jodiendo.
Y es que las mujeres cosechando...
Y es que los hombres sembrando...
Bueno, vamos a dejar la tragedia, porque al final la vida si no es enfermedad es alegría.
La muerte nos iguala, así que esa vamos a dejarla aparte también.
Sólo recordar que aquella zorra tenía y tiene muy mala leche, que todas las mujeres no son iguales, por supuesto, hasta que las circunstancias les obligan a parecerse, y que la mía vivía conmigo al margen de esas maldades supremas, más bien parecía feliz o medio tonta para los que llegaban a conocerla, al principio, porque la pobre era tan ignorante de la vida que vivía un cuento de hadas, nunca leyó un periódico ni entendió de qué hablaban los políticos en el telediario.
Se volvió mala cuando la dejé sola.
Cuando empecé a volver a casa a la hora que me salía de los cojones y entablar amistades con gente más joven, hasta entonces todos nuestros amigos los había elegido mayores porque me parecían más interesantes.
Hasta que dejaron de serlo, quizá envejecieron prematuramente.
Y ella se había sentido segura.
Pero la jodienda es lo que tiene, nunca puedes dejar de follar a tu hombre porque si no lo follas tú se lo va a follar otra.
Biológicamente.
Y para saber si la cosa era biológica, no hay mejor manera que lanzar otro toro.
Nunca le digas a un amigo mi mujer no me folla, estoy desconsolado, ojalá que follara aunque fuera con otro. Porque seguro que le encuentra un semental. No se lo digas a no ser que la quieras salvar.
El torito llegó, vio lo que había y venció.
Después se largó, cumplida su misión.
Mi mujer había empezado a follar de nuevo.
La salvé.
Mis amigos me habían dicho no vale tener celos, luego no nos vengas con que estás celoso. Vamos a hacer esto por vosotros. Y no hace falta que nos lo agradezcáis, nosotros somos gente legal, cooperantes, oenegeros, y si podemos ayudaros lo vamos a hacer.
Pero no me explicaron cómo se soporta una mujer al lado, en la misma cama, diciéndote que sí, que sí con el otro pero que contigo no le apetece hacerlo. Durante más de un año.
Además, había cambiado tanto que ya no reconocía a la persona que vivía en mi casa e intentaba compaginar su nueva vida alborotada con el cuidado de dos hijos, como si el subidón de sexo y libertad la hubieran alejado hasta de ellos.
Dejé de salvarla: me fui de casa.
La tercera vez que me enamoré fue a los cuarenta. Más o menos por aquel tiempo.
De una niña de veintitrés, triste y llorona, blanca casi transparente, volátil, cualquier vientecillo del norte parecía que se la fuera a llevar por el aire, sin amarras, sin sujección alguna.
Voy a salvarla, dije, pero como muy bien dejaron caer sus colegas, los de ella, comediantes, en un cuentacuentos, con uno de los cuentos reformado expresamente para mí, que estaba allí presente esperando por ella, esperando que mi tormenta amainase y al fin poder sujetarla por el talle, ¡¡las salvo a todas, las salvo a todas!!: dijo el machista.
Yo era el machista.
A esta no le envié solamente una carta, esta vez bien identificada, sino que le dediqué un libro de poemas.
Con cuarenta años.
En vez de echarle un polvo como es debido, como ella, como todos esperaban.
Tampoco la salvé, por unos pelos, por unos polvos...
Y ahora, encanecidos mis cojones, que se salve quien pueda.