sábado, 12 de julio de 2008

MEMORECENCIAS 36

Había un acuerdo tácito de practicar el sexo los tres juntos, sobre todo a la hora del reposo nocturno, pero era inevitable e incluso existía cierta tendencia, cierta búsqueda posiblemente motivada por una costumbre anterior en nuestras vidas, a realizarlo en pareja a la más mínima oportunidad.
Y tácitamente también, esos actos que cometíamos con cierto sentido de la culpabilidad por la rotura triangular, no se mencionaban nunca entre nosotros. Era como si no existieran.
Sabía que ellas se habían convertido en amantes nada más conocerse y estaba seguro de que continuaban aprovechando mis ausencias para hacer el amor, las dos solas, victoriosa Afrodita ofreciéndoles los más exquisitos placeres lésbicos, el deleite de sí mismas en el espejo del placer.
De modo que nuestra culpa era muy pequeña, casi metafórica, y el triángulo se abría una y otra vez, sin rigideces, sin que ninguno de los tres se molestara en reclamar un equilátero imposible de conservar en la praxis.
Follar con nube blanca era como envolverse en las suaves turgencias de una piel algodonosa que te llevaba al cielo. Casi siempre lo hacíamos en la cama, aprovechando alguna ausencia de la psicoanalista. Como mucho sobre la alfombra de la chimenea eléctrica, en el invierno. Yo estaba concluyendo mi licenciatura, la vida prosperaba, y un día le pregunté si deseaba tener otro hijo, el pequeño ya iba para dos años y distanciarlos mucho equivalía a despojarlos de un amigo de juegos, a los pocos años se verían distantes y con inquietudes abismales que los separarían ineludiblemente.
Ella lo deseaba, pero quería antes alcanzar la suficiente solidez con la academia de inglés, como para nombrar una sustituta responsable, pagarle un buen sueldo y dedicarse a sus quehaceres maternales durante una buena temporada. Disfrutar de sus hijos y verlos crecer a tiempo completo, no como ahora, que apenas estaba con su hijo el rato de bañarlo y meterlo en la cama.
Yo era quien más horas pasaba con él, en aquellos días, debido a que mis clases en la universidad me dejaban muchos huecos libres. Comprendía las razones de la inglesa y esperé pacientemente a que ella decidiera.
También la psicóloga le dio la razón cuando lo hablé con ella. Son cosas que deciden las madres, ahí no nos podemos meter, me contestó.
El sexo con la anarquista era desinhibido y casi violento. Lo hacíamos en cualquier esquina de la casa, de pie, o le levantaba las faldas mientras miraba por la ventana abierta, apoyada en el alfeizar y le daba una galopada entre paciente y paciente mientras ella reprimía sus gemidos a la vista de los viandantes desde el cuarto piso. Más de una vez me he reído solo al pensar en aquellas arreboladas mejillas y esa respiración entrecortada aún con que recibía a algún cliente hundido en sus neurosis. ¿Se fijarían, o estarían demasiado preocupados por sí mismos como para percibir lo que sucedía a su alrededor?
Pero lo que más me gustaba era encontrarlas a ellas, siempre a la noche, con el peque acostado, los negocios cerrados y esa paz total que se posa protectora sobre un hogar sin crisis.
Y sin ninguna culpa, los tres, tan cercanos, cerrando ese triángulo que nos protegía del mundo y sus miserias.
Bocas, vaginas, culos, clítoris y pene se fundían y confundían hasta el éxtasis durante un tiempo interminable. Ellas me enseñaron a controlar mi orgasmo y disfrutarlo largamente, siguiéndoles el ritmo, aunque a veces el frenesí, el de ellas, ambas multiorgásmicas, o el mío propio, brotaba a su antojo y provocaba velocidades de vértigo que todo disparaba. Gozar por gozar, envidia de los dioses.