jueves, 3 de julio de 2008

MEMORESCENCIAS 33

Lo esperé a la salida del gimnasio, un poco de ejercicio matinal para estar en forma y huir de la pasma si le pillaban con la droga encima. Un par de manzanas más abajo, en una angosta intersección con la Gran Vía, tenía su guarida en una pensión de mala muerte y peor reputación.
Hacia allí se dirigió para dejar la bolsa y recoger algunas papelinas de coca, que seguramente escondería en algún roto del colchón o bajo alguna tabla del viejo piso de madera, y que intentaría vender a la hora del vermut, en las cafeterías de pijos.
El cabronazo tenía una envergadura similar a la mía, era corpulento y de mi estatura, puede que un poco más alto, y además tenía toda la pinta de no tocar la droga y encontrarse en plena forma.
Fue uno de mis asesinatos mejor planeados, pues corría el peligro de convertirme en cazador cazado. Llevaba un par de días observando sus movimientos y llegué a la conclusión de que el momento y el lugar elegidos eran los propicios si lograba sorprenderle y no le daba tiempo a reaccionar.
Me disfracé de yuppie, con un buen traje americano de color crema y una corbata a juego, el pelo hacía atrás, engominado hasta la parálisis total, ni un huracán sería capaz de levantarlo.
Unas rayban de sol y unos zapatos de piel completaban la producción estética.
Disculpa, pero un colega del gimnasio me ha dicho que manejas bien la farlopa, necesito papelinas para una fiesta, buen material, que la cosa va de negocios y tengo que quedar como un campeón, le solté a la vez que me quitaba las gafas y le miraba fijamente a los ojos.
Dudó un poco, me miró con cara de asesino, pero la tajada se vislumbraba exquisita y aquel tipo conocía a todos los secretas de la zona que le estaban tocando las pelotas.
Esas mariconas del gimnasio son unos bocazas, pero creo que me caes bien. Eso sí, te va a costar un huevo, amiguete, porque además tengo lo que necesitas, prácticamente sin cortar.
Muy bien, ¿llegará con esto?, le dije al camello mientras esgrimía un fajo de billetes de cinco mil que no había visto juntos en su puta vida.
Creo que tú y yo vamos a hacer buenos negocios. Sígueme, colega, es aquí al lado.
Nadie nos vio subir. Llegamos al primer piso por la estrecha escalera. Yo iba detrás, con las manos en los bolsillos de mi pantalón de tergal.
Cuando abrió la puerta saqué de cada bolsillo un destornillador que llevaba clavado en ellos al fondo de la tela, con la punta esmerilada y rozándome casi las rodillas. El de la izquierda se lo clavé en la espalda, por debajo de la paletilla, a la altura del corazón. El otro bajo la nuca, antes de que se diera la vuelta. Hubo un momento en que sentí todo su peso colgando de las empuñaduras, pero en seguida le metí una patada en la espalda y cayó de bruces contra la zapatera del recibidor.
Se armó algo de ruido cuando cayeron el florero y un par de ceniceros al piso, pero a él lo sujeté por los hombros y lo posé suavemente en el suelo, con el pecho sobre las tablas. Luego cerré la puerta, saqué la polla y me corrí sobre su camiseta deportiva, esta vez no me iba a correr encima. No llegué a verle la cara, pero lo imaginé aún sonriente, como si no hubiera existido tránsito alguno entre aquel buen negocio y su inesperada muerte. Saqué una petaca de licor que llevaba repleta de gasolina en el bolsillo interior de la chaqueta, limpié con ésta los destornilladores, los cuales volví a guardarme en los bolsillos, la arrojé junto con la corbata sobre su cuerpo y vertí sobre ello el líquido inflamable.
Luego le prendí fuego con una caja de cerillas que me habían regalado en un bar de la zona y salí del edificio tranquilamente, con mis gafas de sol, el pelo un poco revuelto y mi nuevo estilo de sport.
Aquella vieja pensión muy pronto se convertiría en un infierno.