viernes, 25 de julio de 2008

MEMORESCENCIAS 39

El entierro de mi padre fue el acabose. Todas las mujeres de la familia pusieron alguna excusa, las mías tenían la mejor con ese nuevo hijo y la depresión coyuntural de la madre, que necesitaba tanta ayuda como el bebé, yo me lo tragué todo sin remisión porque no se puede ir al entierro de un hijodeputa si no es imprescindible.
Mi hermana apareció por allí unos instantes, dejó un ramo de doce rosas y se largó sin que me diera tiempo a pedirle el perdón del viejo, porque bastante tenía con pedirle el mío y ni siquiera eso me salió. Se fue.
Mi hermano mayor me contó que le iba de puta madre, que estaban a punto de ampliar la delegación y que con un poco de suerte dejaría de quemarse los pulmones con la puta pintura y le darían un puesto de supervisor.
Mi hermano pequeño me contó que gracias a su suegro se iba a incorporar en breve a una empresa de ámbito nacional especializada en ferralla, es decir, en meter el hierro al hormigón en su más tierna y jodida infancia. Todavía no sabía que ese favor le iba a costar dos hernias discales para toda la vida y por eso estaba contento y agradecido a su funeraria mujer.
Los amigos y vecinos de mi padre nos dieron el pésame como si les pesara de verdad y aquello no duró más que una miasma flotando sobre la sabiduría popular de que todo jodido vivo acaba en el hoyo y menos mal que la familia parecía poder comprarle un buen ataúd, aunque utilizaran el mismo nicho, el de mi madre ya corrupta y enhuesada, aunque lo cierto es que nunca supe qué cojones hicieron con sus resecos huesos.
Lo cierto es que todos los hermanos salimos de aquella experiencia como verdaderos desconocidos y no volveríamos a vernos más que en ocasiones similares y con la misma celeridad.
El hilillo de sangre que me mantuvo atado a ellos hasta entonces se disolvió y sólo quedó un reguero de incomprensión y resentimiento por lo que habíamos vivido juntos y por lo que nunca llegaríamos a vivir.
Yo me dije: la vida debe ser así. Y nunca me molesté en averiguar si podía ser de otra manera, no con ellos.
Además estaba muy ocupado en acomodar sillares y bibliografías en mi nuevo despacho de licenciado. Finalmente fue un puesto bastante importante en una esfera de las relaciones humanas que para mí había sido casi desconocida, si exceptuamos algunas bajas que me habían llegado en otra época y que poco tenían que ver con esa nueva era de control totalitario.
Me convertí en un técnico de control y prevención de la drogadicción en un territorio que me responsabilizaba de mi municipio en un principio, pero que en realidad, como aprendí más tarde, ocupaba toda la Nación.
En serio, toda una enorme y nacional responsabilidad.