martes, 1 de julio de 2008

MEMORESCENCIAS 32

No me fue difícil introducirme en la red informática penitenciaria. Había hecho buenos amigos allí cuando estuve trabajando con los presos. Con la excusa de hacer un seguimiento de mis últimos pupilos y controlar el estado de su condicional y el movimiento de sus inquietudes más inconfesables, el gordo se fue a comer el bocata al comedor y me dejó solo con el monstruo, que por aquellas fechas eran aún bastante aparatosos.
En cuanto empecé a teclear fechas y nombres de víctimas y verdugos aparecieron los cuatro en la pantalla, con un pequeño historial, bien resumido pero suficiente: última actividad laboral, último domicilio conocido, familia, actividades de ocio, etc.
Dos de ellos habían muerto de sida, era la época de la jeringuilla compartida, que tan buena gente se había llevado también, y un tercero estaba en una silla de ruedas tras un accidente de automóvil en el que afortunadamente conducía solo y se había salido de la carretera sin joder más que un roble centenario que sólo llegó a mellar. Éste ya estaba prácticamente muerto, que le limpiaran el culo para el resto de su puta vida.
Quedaba el cuarto, que al parecer se había "reformado" y convertido en un pequeño intermediario de un capo cocainero gallego que estaba introduciendo en la capital la farlopa entre la clase media y los yuppies que empezaban a proliferar tras el repunte económico de los setenta y el apagón hippie, junto al retorno a casita de los burguesitos traviesos, hijos pródigos que serían recibidos por sus papás con los brazos abiertos, bien para concluir sus abandonadas carreras o para incorporarse inmediatamente a la dirección de sus empresas, como siempre habían soñado y esperado de sus hijos, unos vástagos que portaban su misma sangre salvadora de la patria y que tan sólo habían sido desviados momentáneamente por toda esa chusma bastarda de rojos y masones.
O sea, que ese sí, ese pagaría por todos. La policía lo vigilaba, pero en realidad esperaban pillar al gallego con un buen alijo y destapar la red de suministro, que suponían colombiana o boliviana.
Borré las huellas de mis andanzas en el ordenador y cuando llegó el gordo charlamos un ratillo, recordando los viejos tiempos, le dí las gracias y me largué.
Por lo demás, ya estaba a punto de concluir mi licenciatura y se estaba creando en el seno de la asistencia social un núcleo duro con el control sanitario ejercido por el Estado, parecía que algunos locos sueltos estaban generando graves problemas y urgía tomar medidas al respecto, pero todavía no me aclaraba bien con la cuestión, porque se estaban tomando decisiones bien encriptadas que los novatos no alcanzábamos a descifrar.
Ya llegaría el momento de ser uno de ellos, de los que dirigían el cotarro, y sentirte envuelto en las contradicciones que habrían de surgir, a nivel ideológico, algo que la anarquista había intuido desde tiempo atrás, de ahí provenía su fuga prematura, y que sería motivo de grandes controversias entre nosotros, como profesionales, controversias que también pondrían en peligro nuestra propia estabilidad.