lunes, 7 de julio de 2008

MEMORESCENCIAS 34

La belga resultó ser una chica estupenda, con un montón de mundo, había conocido toda Europa ejerciendo la prostitución, pero con la cautela siempre de no amarrarse a ningún chulillo que le parara los pies de peregrina y le vaciara el bolso pecador. Hasta que conoció a mi hermano mayor y se enamoró de su arte torero y su alma de compadrito arrabalero. Y una vez parados, sus pies, pues dónde mejor que en su propio país, donde conocía gente y tenía familia y podía enderezarlo un poco, sin forzar, pues era sabia y no iba a caer en el error que cometen la mayoría de las mujeres.
Simplemente le dijo que no pensaba trabajar más la calle ni el puticlub y que más le valía pasarse por el taller de pintura de automóviles que tenía un tío suyo a cuatro manzanas de allí, a la mañana siguiente, o si no coger el tren para el pirineo por la tarde.
Y así fue como mi hermano comenzó su carrerón, pues dio la casualidad de que estaba dotado para las mezclas de colores y el manejo de la pistola neumática, quién se lo hubiera dicho a él, que sólo había manejado con maestría las armas blancas.
De eso y otras cosas parecidas hablamos cuando nos juntamos toda la familia a mi llegada, o mejor dicho, a la llegada del trío, un pintoresco formato que no terminaban de aceptar pero que con el tiempo se fundió para ellos como un divino misterio, los tres en uno.
La única que no acudió fue mi hermana, con algún pretexto inconsistente pero siempre comprensible para nosotros, para casi todos nosotros. Para los demás nunca hubo nada que explicar, como no se explican las muertes prematuras de los seres queridos que están bajo el cuidado familiar. Sencillamente, era como tenía que ser. La niña se había hecho mujer y la mujer no perdona. Sólo la vería en el entierro de mi padre, sola, un par de años después, durante una breve aparición para dejar un ramo sobre el ataúd. Nos miramos a la cara y no supimos ni qué decirnos. Al final le pregunté, en un murmullo y cuando casi se iba, ¿qué tal el economista, se porta bien? Siguió su camino y no volvimos a vernos en la puta vida, ni de casualidad, ella se movía por otros mundos y entre nosotros no habían quedado ni las cenizas.
Mi hermano pequeño sí acudió a la cena, en un restaurante de las afueras, acompañado de una joven muy bonita, aunque de aspecto funerario. No tardarían en casarse, antes de la muerte del viejo.
Los niños de la puta belga eran casi rubios y de ojos azules. Desentonaban un poco, como para dejar a un padre receloso, pero bastaba mirar aquella mujer medio germánica, con un poderío capaz de aniquilar cualquier orden genético contrario, para darse cuenta de que sólo había sido un mero accidente. Y además, si les mirabas de cerca a los ojos, a los niños, se les veía en la pupila el reflejo del filo de alguna navaja albaceteña rasgando el azul.
El viejo respiraba mal, pero comió bien y se lo pasó de puta madre. Sería en realidad la última vez que nos viera a todos juntos y disfrutara con ello, pues el estrecho hilillo de sangre alcanzaría en el futuro, a medida que nos conocíamos y nos distanciábamos con la edad, poco más que para juntarnos en hospitales y velatorios.
Cuando murió mi padre nunca más celebramos juntos las navidades.