martes, 29 de julio de 2008

MEMORESCENCIAS 40

Mira, cariño, querías ayudar a la gente, te parecía algo más importante que tu profesión de electricista. Si yo me fui de ahí hace tiempo es porque algo me olía muy mal. Si te he ayudado a conseguir tu puesto es porque pienso que alguien tiene que hacerlo, pero yo, desde luego, no. Si tienes estómago suficiente y la cabeza tan fría como aparentas, es posible que logres hacer un buen trabajo, te lo repito, alguien tiene que hacerlo, no queda otra.
Bueno, mi querida psicoanalista, supongo que esto es como cuando te afilias a un partido o un sindicato y resistes hasta donde te llegan los huevos. Luego te vas o te quedas y tragas de todo hasta cobrar la jubilación.
Algo así, campeón, pero trabajando con material de segunda, con gente que te va a dar lástima y con la que te vas a sentir un buen hijoputa en algunos momentos.
Qué pasa, ¿no te lo dejaron bien claro en aquel cursillo que te ofrecieron en Madrid?
Pues la verdad es que no. Estaba todo muy encriptado. Apenas empiezo a vislumbrar su alcance filosófico y la capacidad disuasoria de los protocolos.
Estábamos los tres, en la sobremesa, tomándonos unos cafés y comentando mis inquietudes sobre mi nuevo puesto de trabajo.
La comunicación seria se trataba siempre a esas horas, relajados tras una buena comida que preparábamos cada uno en semanas alternativas. Era pleno verano, los alumnos de inglés estaban de vacaciones y la mayoría de los pacientes de mi rubia habían buscado una excusa para prescindir de ella, o al revés, pero de cualquier forma yo era el que estaba más ocupado, integrándome y jodiéndome con la valoración de mi supuesto chollete currador.
La cuestión fundamental, dijo la inglesa, que hasta entonces no había abierto la boca, es si la salud es un derecho del ciudadano o una obligación del mismo para con el Estado. Quiero decir que si de aquí en adelante vamos a ser responsables de nuestra manera de vivir o alguna abstracción suprema va a dirigir nuestros destinos y nuestra manera de estar en el mundo.
Querida, nunca hemos sido libres más que cuando estábamos inmersos en alguna revolución y el Estado había sido abolido, le contesté. Y tras esos breves momentos, siempre ha reaparecido el control estatal para recordarnos que solos no somos nadie. O para imponérnoslo.
Cierto, dijo la psicoanalista, pero no por eso deja de ser la cuestión fundamental, como dice ella. Y quizás, mi amor, ahí estribe tu preocupación, tu pesar y la paradoja de tu trabajo: ¿puedes ayudar a alguien contra su propia voluntad de no pedir, de no desear ayuda?
Yo recibo a diario personas que desean mi ayuda, que son conscientes de que la necesitan. No estoy fragmentada porque sé que esa gente viene a mi consulta por propia voluntad. Y vuelven, lo que significa que les hace bien, que mi trabajo, para ellos, y por tanto para mí, es incuestionable.
Y con esto no quiero echar por tierra tu trabajo, ya te dije que alguien tiene que hacerlo. La cuestión es saber si tú eres la persona adecuada, si realmente estás preparado para joder a la gente intentando ayudarla.
Acabas de llegar, te vas a encontrar con un montón de contradicciones, pero eres fuerte y quizás puedas llevarlo adelante. Y cuando decidas dejarlo, vas a tener todo nuestro apoyo y te vamos a seguir adorando como siempre, hagas lo que hagas, tontín, anda, danos un beso y sigue tu camino.
Sí, amor mío, no te lo tomes como algo personal, ya sabes que somos eslabones de esta absurda cadena, dijo la pelirroja. Yo enseño inglés a gente que nunca lo va a necesitar, ella supervisa las paranoias de pacientes incurables y tú bien puedes controlar a los que se le escapan, ¿no te parece? ja, ja, ja. Venga, acabemos la conversación y follemos como locos, ja, ja, ja, o es que no os ha puesto cachondos tanto control sobre el personal, ja, ja, ja...
Y así, entre risas y guiños y meteduras de mano, acabamos echando un hermoso polvete vespertino, aprovechando la siesta de nuestros retoños.