jueves, 25 de septiembre de 2008

MEMORESCENCIAS 51

Gracias, mi amor, por estos cinco años, gracias a ti he conocido el Amor, ahora sé que sin ti hubiera muerto incompleta, sin conocer uno de los misterios más maravillosos de la vida. Me duele el hijo que no te di, pero supongo que no se puede tener todo a la vez, ya ves, tú tienes hijos y no pudiste conservar el amor de su madre, de sus madres.
No te preocupes por nada, el general no va a hurgar de nuevo en tu pasado, ahora ya eres un revolucionario más. Puedes hacer con tu vida lo que quieras, te he dejado en herencia la casa, las tierras y tanto dinero que no tendrás tiempo de gastarlo aunque dures esos cien años que juraste para ambos, mi amor, cuídate mucho, por lo menos que se cumpla contigo, la muerte es así de egoísta y no repara en promesas cuando llega.
Y cuida de mis papás, ya son viejos y no darán trabajo mucho tiempo, pero mientras tanto que no les falte nada. Ellos quedan como usufructuarios de tus propiedades, ya está todo arreglado, confían en ti, ahora serás tú su único hijo.
Apenas si te siento, cariño, la morfina, sólo me siento viva por el dolor que avanza cada día, inexorable, pudriendo mis entrañas. Tienes que ser fuerte y cumplir tu promesa, tienes que liberarme de tanto dolor y permitir que me vaya con el recuerdo de nuestros cuerpos vibrando de placer y extasiados de paz.
Nadie va a pedir ninguna autopsia, acá mandamos nosotros, mis papás ya están avisados de que no la deseo, no se puede esperar una resurrección con el cuerpo desguazado, bastante jodida la tengo con este bicho creciendo dentro de mí como un maldito animal, ese es el hijo que dios me ha dado, me cago en dios.
Tenías tú razón, sólo estamos nosotros y ese inmenso vacío que se extiende alrededor devorándolo todo, todo lo que primero ha creado.
Esta noche dormiré sola, quiero que después de inyectarme la sobredosis te vayas y no vuelvas hasta el amanecer. No molestes a los vivos, con el alba encontraréis mi cuerpo.
Le inyecté la morfina, pero no le hice caso. Tenía la experiencia de mi padre y sé que en el fondo a nadie le apetece morir solo. Fueron su orgullo y sus remordimientos los que le impidieron rogar algún consuelo. Nada que ver con mi esposa, además. Me acosté a su lado y le tomé la mano. Ella apretó la mía sin decir palabra y la acarició, agradecida.
Esa noche soñé que volaba, como cuando era niño. Soñé que volaba con ella de la mano sobre la vieja mansión colonial de frescos y seguros muros de piedra, sobre el tejado de cinc que cantaba al son de los fuertes palos de agua en la estación de lluvias, sobre los jardines de orquídeas fabulosas, sobre los campos salpicados de mangos y plataneros. Soñé que traspasábamos los márgenes de cocoteros altivos y tomábamos altura en el cielo rojizo del amanecer hasta alcanzar la costa. Soñé que nos lanzábamos en picado sobre las aguas y que ella me besaba, una vez más, antes de dejarse caer, exánime, y desaparecer bajo una mar en calma. Cuando me precipité hacia ella para darle alcance sentí un fuerte apretón en la mano y desperté antes de llegar al agua.
Eran las seis de la mañana. Su cuerpo estaba frío. El crepúsculo del amanecer pincelaba de fuego la alcoba. Me levanté y les di la noticia a sus padres. Luego llamé a su médico y todo se puso en marcha. No hubo autopsia.
Mi mulata de ojos azules murió a los treinta y tres años de edad, fue enterrada por el ritual cristiano del lugar, pero jamás me abandonó en vida. Si he llegado a cumplir los cien años desde donde escribo estos recuerdos, es gracias a ella, que como un ángel de la guarda, como una protectora fuerza sobrenatural, cuidó de mí y me ayudó en los momentos más peligrosos y difíciles de mi larga, compleja y azarosa existencia, cuyo destino apenas comenzaba a vislumbrar.