lunes, 29 de septiembre de 2008

MEMORESCENCIAS 53

Si fui un testigo privilegiado de la Historia o si la historia me utilizó como testigo, eso nunca lo he sabido y nunca lo sabré con la certeza de una sabiduría explícita.
Sólo puedo decir, sumergido en el vaho de mis recuerdos, que lo que sucedió era lo auténticamente necesario.
Ganar las elecciones sólo había sido el inicio de un proyecto de tal envergadura que me sobrepasaba, que rebasaba los límites del simple aunque tenaz orador en que me había convertido.
Alguien, no sólo yo, debía estar metido hasta la médula y guiar los pasos del general como a un ciego sin perro y sin bastón.
Mirando hacia el pasado, me veo envuelto en toda esa maraña de acción y reacción y me parece imposible que saliera tan bien.
En un momento dado, sin que nadie me contara lo que estaba sucediendo, me pensé iluminado, descifrando un enigma que muy pocos hemos podido resolver.
Si estaba o no de ese lado carecía de importancia, porque lo que iba a suceder nada tenía que ver con mis ideas y apenas algo, como asesor político, con mi capacidad de decisión.
Al principio lo encontré maquiavélico y en cuanto le di un par de vueltas se me antojó genial.
Caído el Muro de Berlín, comprado el gobierno ruso hasta la más irrisoria indecencia, necesitaban un nuevo golpe para que los fundamentalistas cristianos, los petroleros de Texas, las multinacionales armamentísticas del país y todos los grandes ganadores del gran sueño americano encontraran otro pretexto con el que seguir inflando sus cuentas.
El comunismo, como enemigo de la patria, había quedado obsoleto. Nadie podía derivar un puto dólar de los impuestos de los contribuyentes contra un enemigo invisible sin ofrecerle complejas, si no increíbles, explicaciones al Senado.
De modo que necesitaban inventarse otro enemigo.
Por otro lado, el general sabía que no podía llevar a la práctica una revolución bolivariana, una eficaz y triunfalista proliferación patriótica y geográfica de sus ideas andinocomunistas, con los vaqueros yanquis pisándole los talones. También él necesitaba proporcionarle a los gringos una nueva causa por la que luchar.
Y ahí era donde entraba yo: en la creación de ese nuevo enemigo, un enemigo irreconciliable que durara lo suficiente y fuera tan cruel como para hacer que los estadounidenses se olvidaran totalmente del primero, del enemigo de siempre, e instauraran en sus mentes, en sus almas, en sus vidas, un nuevo odio con el que justificar miles de millones de dólares destinados principalmente al control del petróleo en el mundo y al desarrollo imparable del sistema armamentístico, un tanto desactivado con el desmarque ruso de la guerra fría y aeroespacial, es decir, destinados a reactivar el crecimiento de sus empresas, las mismas empresas que habían pagado las últimas campañas republicanas y los habían instalado como inquilinos perpetuos en la Casa Blanca.
Y qué mejor enemigo para unos putos fundamentalistas cristianos, que otros putos fundamentalistas islámicos. Decidimos regalarles una guerra santa.
Las relaciones del general con la opep, de donde procedían esos colegas islámicos en la sombra, le permitieron aprobar y cofinanciar un plan diabólico, pero infalible para despejar su camino, porque los monoteístas no pueden presentar a sus ciudadanos dos diablos a la vez, han de ser consecuentes con sus ideas religiosas en una guerra santa.
Estuve allí, no sólo como testigo, sino como agente esencial en la elaboración de un plan y de una acción que cambiaría el curso del Imperio, el curso de la historia sociopolítica del globo.
Si en aquel momento sentí cierto reparo antes y algún remordimiento después, hoy miro hacia esa página tan atroz como desconocida de la Historia y me siento feliz de haber estado allí y haber contribuido un poquito, a pesar de las víctimas inevitables de cualquier guerra, a desmontar la prepotencia invasora y asesina de ese imperio económico y equilibrar las relaciones humanas en nuestro planeta.