lunes, 18 de junio de 2007

MARYNADA




MARYNADA







A ese mar, a veces cuna, a veces sepulcro, portador de latidos y estertores que navegan sus olas regidos por los dioses de algún sueño lunar.





Tendido sobre la roca, escucho el rumor de las olas contra su costado y dejo crecer en mí la melancolía al compás de su incesante canto. Adormecido, siento penetrar a través de mi piel el calor y la brisa salobre de esta tarde de agosto. El sol se mece ya en el manto marino y pinta destellos ardientes sobre el fondo plata. Al evocar su caída, una sombra vela mi rostro y me arrastra al recuerdo, a un pasado que ahora se me hace cercano, pero que durante un tiempo me pareció un futuro insondable, bajo el influjo de esa edad que te impone crecer y explorar universos a una velocidad vertiginosa.





En las tenebrosas noches de invierno, cuando el viento arrojaba espumarajos de mar sobre el cristal de las ventanas y aullaba enloquecido como queriendo penetrar en mi cuarto, me cubría por completo bajo las mantas buscando protección. Imaginaba esa espuma navegando la cresta de enormes olas saltando el espigón, traspasando como húmedos fantasmas las barreras de los hombres. Y recordaba nuevamente a mi madre llorando en el crepúsculo bajo la densa lluvia, con la mirada perdida en la bocana del puerto, esperando con otras mujeres a unos maridos que jamás regresaron.



Mi padre era grande y fuerte como un oso. Me arrojaba al aire y me recogía con una sola mano. Yo le decía a mi madre, mamá, no llores, seguro que vencerá al mar, enseguida vendrá. Lo esperé muchos días y pregunté por él a muchos pescadores. Unos giraban la cabeza para evitar mis ojos, otros culpaban a dios y aseguraban que se lo había llevado a un lugar maravilloso, donde seguía pescando a salvo de las olas.



Yo, cada tarde, esperaba su barca. Y veía el sol ponerse cada tarde, hundirse lentamente en las profundas aguas. Me preguntaba si saldría de nuevo en la mañana. Y siempre regresaba, aun tras aquellas noches tempestuosas en que las olas quebraban como juncos los cuerpos y los sueños de hombres colosales. Sí, había algo más fuerte que el mar: el propio sol.



Luego asomaba la cabeza y miraba al abuelo, o mejor dicho, notaba su presencia en la penumbra de la habitación, a veces iluminada súbitamente por un rayo. Su cuerpo escuálido bajo las mantas de la cama adyacente, su barba blanca y sus ojos vibrantes, quizás abiertos como tantas noches, y me tranquilizaba.



A veces, cuando la noche estaba en calma, se levantaba y pasaba un largo rato mirando al mar a través de la ventana. Yo me hacía el dormido y le escuchaba murmurar entre dientes, e incluso maldecir de vez en cuando. Cuando regresaba a la cama veía resbalar por sus mejillas los reflejos de las luces del puerto.



- ¿Por qué lloras, abuelo?- le pregunté en una ocasión.



- ¿Todavía estás despierto, Pablito?. Mañana es día de escuela. Si no te duermes pronto, no harás bien las tareas.



- Es que no tengo sueño. ¿Te duele algo…?



- No, Pablito, no es un dolor corriente, tú no lo entenderías.



- ¿Es por mi papá?



- Por el tuyo y por el de tantos niños… Incluso por él. Se le ve tan hermoso desde aquí, reflejando la luna, meciéndola en su seno. Nos alimenta como una segunda madre. Cuida de nosotros, pero a veces se cobra sus favores, como un dios cruel, inmolando a sus siervos. Le ames o le odies, tan sólo te demuestra indiferencia, tan sólo su poder es su respuesta, el poder de la vida y de la muerte. A su lado, apenas somos algo. Sobre sus aguas, nada somos.



La imagen que tenía de mi abuelo había sido la de un anciano débil e indefenso. Al oírle hablar aquella noche de poder y de muerte, pensé de repente que hubo un tiempo en que su fuerza sería comparable a la del propio sol, pues día tras día, en su incesante lucha con el mar, había conseguido amanecer de nuevo.





Ahora, perdida la inocencia, ya no veo a los hombres como soles. Tampoco como siervos. Veo grandes pesqueros saqueando sistemáticamente los mares; petroleros, portaaviones, trasatlánticos, abriendo enormes surcos sobre su piel sangrante, depositando heces en sus aguas cada vez más hediondas, saturadas de miseria por esta humanidad que lo está convirtiendo lentamente en cloaca. Veo a los hombres cebarse en su agonía, impasibles, preocupados tan sólo por la merma constante de sus beneficios. Y lo veo a él, malherido, devolviéndole al viento los gritos de los muertos, vengándose con furiosas galernas que parten por el medio los monstruos acerados.



También me veo a mí, amándolo y odiándolo al unísono. Él, precisamente él, ha llegado a ser mi más fiel compañero, bálsamo para mi desamor y cómplice de mis más secretos sueños. Él, que una vez fue el origen de mi más amargo desconsuelo.



Cual media naranja, el sol agoniza tras la limpia línea del horizonte, anunciando la proximidad de la noche. Me incorporo. Una lágrima se estrella contra la roca agreste. Cuántas harían falta para transformarla en suave arena. Aproximo la barca y subo a ella. Remo despacio, la mirada fija en la pequeña isla, deseando retenerla en mi memoria. A ella y al mar que la rodea, la abraza, la penetra y fecunda.



Pesa sobre mí la tristeza de una despedida. ¿Qué será de mí perdido entre desiertos, privado de tus aguas y tu canto? ¿A quién le importarán mis desventuras, mis sueños, con quién compartiré mis inquietudes? No habrá oasis capaz de sumirte en el olvido. Un día volveré. Si hoy me alejo de ti para estudiar, estudiaré la forma de volver a tu encuentro, de salvarte si puedo. Cada puesta de sol me exigirá el regreso.



El paisaje se va difuminando. El sol es una línea roja. Tras de mí puedo ver las pálidas luces del puerto, ya encendidas, formar otro horizonte que me llevará hacia un mundo imprevisible y hostil, desconocido. Quisiera girar mi barca y seguir al otro, volver de nuevo al día y a la luz, pero un miedo frío y húmedo, como de cuerpo ahogado, me impide variar el rumbo.