viernes, 22 de junio de 2007

MONOLOGO A TRAVES DEL ESPEJO


MONÓLOGO A TRAVÉS DEL ESPEJO



A veces escapando, escapando,


se nos escapa incluso la existencia.



Miraba sin ver la diana circular, herida por los dardos del jugador de turno. Bajo las tenues luces que coronaban la barra, su tez se veía pálida, apagada. Parecía un retrato que el artista no hubiera sabido concluir o no hubiera deseado hacerlo. Sólo sus ojos, de un brillo astral, iluminaban su rostro y animaban su pequeña y escuálida figura. No me extrañó percibir en él cierto aire ingrávido y ausente, como de estar situado en otro plano, a cientos de kilómetros del viejo sótano bien insonorizado que albergaba al bar. Me habían comentado días atrás que llevaba meses enganchado. Y también dónde podía encontrarlo esa noche de sábado. Una vieja amistad me empujó a acercarme y rasgar el sutil velo de su ausencia.


-¿Qué tal, Riqui?


Se quedó sorprendido, observándome perplejo, tratando de encontrar en su cabeza el interruptor que lo devolviera al suelo. Pasaron unos segundos, pero al fin su boca se curvó en una amplia sonrisa. Posó su mano sobre mi hombro a modo de saludo.


-¿Qué tal, colega?, hacía tiempo…


-Un año más o menos, desde el concierto de Bowie, ¿recuerdas?... Bueno, Riqui, ¿cómo lo llevas?


-Sí, sí, ya me acuerdo. Una buena charla, ¿verdad?. Bien, bien… y apareces ahora por aquí… supongo que habrás oído algo… Bien, bien…oye, Luis, ¿por qué no pillamos una mesa y nos comemos un poco la cabeza, como en los mejores tiempos? Qué cabronazo, cada vez que nos vemos me pasa lo mismo. Debes tener cara de cura. O de purgante, je , je, je. Venga, allí veo una libre.


Cogimos los vasos y nos sentamos en un rincón, bajo uno de los bafles que atronaban buenas canciones rockeras de los setenta. La música alta y las conversaciones de la gente formaban una barrera casi infranqueable, pero me sentía a gusto en aquel ambiente surgido de los residuos de la noche, a esas horas en que las imperantes legiones de la superficie reclaman el silencio o incluso, los más madrugadores, comienzan su turno laboral o sacan a mear al perro. De todas formas logramos imponer nuestras voces y entendernos.


-Bueno, colega, algo te habrán contado, ¿por qué no empezamos por ahí?


-Claro que me han contado, pero prefiero escucharte a ti. Hay unas cuantas historias que no me cuadran bien, mucho tendrías que haber cambiado. Al principio ni siquiera podía creer que te hubieras liado con eso, pero hace unos días me encontré con Sara y… joder, la pobre está hecha polvo. Me dijo que lo estás mandando todo a la mierda: ella, el chaval, el curro… que vives para el vicio y sólo vas por casa a dormir, y no siempre. Que parece como si quisieras suicidarte.


Al bajar la mirada habría parecido avergonzado, pero enseguida comprendí que en realidad estaba pensando, tratando de ordenar sus ideas en busca de una explicación tan rotunda como sincera, en eso sí que no había cambiado, al menos todavía. Disfrutaba metiéndose en profundidades, buscando la esencia misma de las cosas, al menos conmigo, con ese amigo íntimo que desde la infancia había compartido con él poemas, inquietudes y mutuas rarezas.


A su cuerpo sin gracia, le regaló la vida una mente brillante. No obstante, a pesar de poseer cierto magnetismo, siempre se sintió vulnerable, en especial con las mujeres, y creció como un muchacho tímido y retraído. A decir verdad, que yo sepa sólo intimaba conmigo. Nunca le conocí otro amigo íntimo. Ni una novia, hasta que a su regreso del servicio militar, el cual nos había separado durante largo tiempo, me presentó un día a Sara, con quien se había casado en Almería, nada más terminar la mili.


Por fin pareció salir de su letargo, levantó su cabeza y comenzó a hablar, no sin antes sonreir y señalar con complicidad los altavoces que en ese momento comenzaban a vibrar bajo los acordes de Led Zeppelin y su Escalera al cielo.


-Mira, Luis, ya sabes que siempre he sido carne de cañón. Y que esos cañones tienen nombre, pero ninguno de ellos se llama suicidio. Tampoco he tenido nunca graves problemas con las drogas, tú lo sabes. Fumé costo durante más de cinco años y lo dejé en cuanto me lo pidió Sara. La verdad es que ya no me sentaba igual y a veces me ponía un poco sicótico. Y sabes también que el caballo siempre representó para nosotros el lado más oscuro y patético de todo aquello. Una especie de grosería que uno le hace a su cuerpo. Nos sentíamos orgullosos de no haber probado otra cosa que nuestros inocentes y durante un tiempo “revolucionarios” porretes. Nos reíamos de quienes advertían que eran el umbral para acceder a todo lo demás. Nunca fue así, aún me sigo riendo. No es tan simple la cosa. Tampoco es fácil de explicar, pero voy a intentarlo.


Mi combustible es una mezcla, mitad curiosidad, mitad rechazo de la monotonía. El primero me exige buscar nuevos caminos; el segundo me hace aborrecer al poco tiempo lo que encuentro gracias al primero. La inercia, la comodidad y la pereza hacen de contrapeso; pero también de lastre. Cada vez es más fuerte el deseo de soltarlo y dejar que se vaya al fondo.


De la misma manera que no encuentras siempre todo lo que buscas, tampoco te desprendes de todo lo que hayas, y algunas cosas se te enganchan a la piel y te la hacen girones, mientras sigues girando en esta noria que llamamos sociedad. Giras y giras y terminas despellejado, desorientado y sin saber ni quién eres ni qué coño haces aquí. Ni siquiera sabes si aún sigues girando o en realidad llevas parado media vida. Una mañana, al despertar, posiblemente aún sumido en el recuerdo de un mal sueño, te das cuenta de que éste es el estado en que te encuentras: totalmente parado, medio muerto. Y entonces tratas de apurar la media que te queda, ese trozo de vida que quizá no sea tarde para que te pertenezca por completo. Sueltas por fin el lastre y pretendes vivirla con tal intensidad, que cuanto te retiene te estorba y te da náuseas.


Hizo una pausa, me miró fijamente a los ojos, como si intentara encontrar su propio reflejo en mis pupilas. Supongo que buscaba también mi comprensión, mi asentimiento. Afirmé con la cabeza, a la vez que cerraba mis párpados sin poder evitarlo. Él continuó.


-Es duro, colega, es muy duro ver pasar la vida como mero espectador de la quimera: la tía más buena, el chalet más lujoso, el yate más ligero, el deportivo más alucinante, el ordenador más rápido, el último modelito para tu nena, el riñón mejor conservado, la mierda menos hedionda… todo se lo llevan ante tus narices, mientras sigues pensando qué haces aquí, en medio de todo este mercado multicolor y fascinante tras el escaparate, cobrando un sueldo que apenas te permite pagar el alquiler, intentando venderle una camisa, o una corbatilla, al primer capullo que aparece por la tienda.


Frustración, colega, se llama frustración. ¡Estoy hasta los huevos de deslizarme por el puto tobogán…! Siempre el mismo paisaje alrededor, las mismas caras esculpidas en figuras de cera, cuerpos cruzándose sin verse, enmudecidos, ansiosos por llegar los primeros y conseguir su premio.


Si al menos Sara pudiera comprenderme… Resulta curioso que tras nueve años juntos continuemos siendo dos extraños. ¡No la conozco, Luis, no nos conocemos en absoluto…! Creo que si fueran cincuenta sería lo mismo. Al principio me esforcé un montón en intentar abrir un canal de comunicación para transmitirle mis ideas, mis inquietudes. Pensaba que era imprescindible para lograr una relación más profunda y armoniosa. Creo que ella también lo intentó, pero estábamos en planos muy alejados, a diferentes alturas. Fue demasiado perezosa para alcanzarme. O yo demasiado vanidoso para bajar. De cualquier modo, no pudo ser. Enseguida se centró todo en el sexo, la casa, las cosas… más tarde Pedrín, su mejor juguete, más casa, más cosas, perdimos el escaso contacto con unos pocos amigos… Nos hemos distanciado sin darnos cuenta, hasta casi perdernos de vista.


Se quedó pensativo, mirándome sin verme, intentando recordar un rostro perdido en algún punto del camino. Sentí su soledad, su desesperación, como una mordedura. No supe qué decir, pero me sorprendí gritándole con rabia, casi por encima de la música.


-¡Salta del tobogán, Riqui, estás hundiéndote en la mierda y ya te llega al cuello! Si necesitas dejar el curro, pues lo dejas, ya encontrarás otro. Si necesitas dejarla a ella, pues déjala, otras habrá para intentarlo con mejor fortuna. ¡Rehaz tu vida! ¡Cambia de escenario! ¡Pero deja también esa puta mierda que te está aniquilando…!


-¡Maldita sea…! Hace unos años todo hubiera sido más fácil, Luis. Ahora ya no sé ni quién soy. No me reconozco, no veo una salida. Te equivocas si piensas que estoy tan enganchado. Simplemente no quiero dejarlo. Es tan hermoso dejar que sus alas blancas te eleven por encima de toda esta basura. Estoy cansado, cansado de nadar contracorriente. ¿Quieres que me convierta en algún ejecutivo de esos que se dejan la piel por el dinero? ¿Que me ponga a escalar la cima del poder y empiece a pisar huevos y cabezas de los que van quedando atrás? ¿Para que no me los pisen a mí? ¿Es esa la elección, cazador o cazado, oveja o lobo, depredador o devorado? Estoy fuera de juego, Luis, prefiero sentarme en un parque y contemplar cómo cambia la luz de la tarde, cómo llega la noche, cómo cambia el paisaje a voluntad, al ritmo de la aguja bombeando polvillo mágico en mis venas. Me ayuda a soportarlo. ¡Sí, joder, no me mires así, sin él ya me habría vuelto loco!


De repente comprendí que tenía totalmente asumido el deseo de volatilizarse y desaparecer. Intenté darle una bofetada de realidad para hacerle despertar de su pesadilla, pero quizá no fue lo mejor.


-Bien, Riqui, aceptemos que has encontrado el remedio que calma tu ansiedad, que incluso justifica de alguna manera tu nueva existencia; un nuevo credo que restaura tu fe perdida y te permite acercarte a ti mismo, mirarte en el espejo sin sentir el vacío, la inconsistencia de tu propio ser. Pero ese supuesto remedio, a cambio, te priva de voluntad para encontrar otros caminos, se instala en tu cuerpo y crece de manera imparable y egoísta, como un enorme parásito que cada día necesita más alimento. ¿Qué harás cuando se te acabe el poco dinero ahorrado y Sara ya no pueda darte nada y acabes de esquilmar a los pocos amigos y conocidos que aún te saludan? ¿Robar una farmacia? ¿Pegarle el palo a una viejecita? ¿Implorar que te laven tu mierda y te tiendan al sol…?


Callé. Su cara estaba roja de ira. Los ojos se le salían de sus órbitas, como si su mirada astral buscara otra galaxia. Me estaba mirando con odio. Jamás le había visto así. Me eché hacia atrás mientras él levantaba los puños, pero todo quedó en un gesto grotesco. Al intentar hablar no fue capaz. Sus palabras groseras, espesas, quedaron atrapadas a tiempo en su garganta. Los puños cayeron lentamente, abatidos, sobre la mesa. Su cabeza se posó sobre ellos. Entre sollozos, forzó una despedida.


-Vete, Luis, no has comprendido nada: tan sólo pretendía escucharme a mí mismo, oírmelo decir. Ya es tarde para apoyarme en algo o en alguien que esté fuera de mí. No necesito jueces ni sicólogos… Vete, por favor.


Me sentía francamente mal. Tenía la impresión de haber defraudado su amistad, o disparado al aire su último cartucho. Me pregunté cómo podría hacerlo mejor, pero por más vueltas que le di no hallé repuesta. Terminé convencido de que él tenía razón: nada fuera de él podía cambiarle. No existía más diálogo que el que había establecido entre su mente y su cuerpo, ni otro estímulo que el transmitido por éste, a través de sus venas, hasta los laberintos de su mente cautiva y torturada.


Le deseé suerte, pagué las cañas y salí del bar con la sensación de abandonar el escenario de un teatro, donde un autor demente había creado un personaje de otro mundo, un mundo embrutecido e inhumano, dentro de ese que dormía apaciblemente, o comenzaba el trabajo un día más, con personas inmunes o indiferentes a la gran tragedia humana que significa la vida para algunos de sus vecinos.


La soledad me abrazó mientras vagaba por las calles casi desiertas, cobijado por la penumbra de un amanecer indeciso donde ya se habían apagado las farolas. Me pregunté si habría otros, tras los herméticos ventanales de silencio, que sintieran la vida como él y aun desde su cómoda existencia adormecida fueran capaces de comprender al personaje, e incluso hallar un gesto heroico en la elección de su destino.