martes, 7 de octubre de 2008

MEMORESCENCIAS 55

Cuando el general completó su periplo yo me quedé en una Bagdad en proceso de reconstrucción, una reconstrucción casi imposible debido al bloqueo estadounidense.
Otra vez tres. Otra vez tres frentes de trabajo, pero esta vez me tocaban los tres: el objetivo militar, el político y el de la sociedad civil. Los dos primeros totalmente claros, nada más simbólico y representativo que el Pentágono y la Casa Blanca. Para el tercero me ayudaron los paseos manhattanianos de mi llegada al nuevo mundo unos años atrás, pero sólo para confirmar la evidencia: las dos torres gemelas resaltaban en cada fotografía de prensa o en cada fotograma de película como el símbolo de una fértil economía ensimismada, mirándose en el espejo de su poderosa ostentación. Toneladas de acero y cristal reflejándose como en un agua límpida que filtrara el rojo y el negro de su fluir, el negro mineral de los hidrocarburos y la roja sangre vertida para enriquecer las arcas de las compañías que aquellos edificios albergaban.
Los cálculos estructurales definían una y otra vez las consecuencias del impacto dependiendo del peso depositado sobre sus cimientos. Si el ataque se hacía muy abajo, las torres caerían inclinadas y el efecto dominó de su caída provocaría daños imprevisibles. Por el contrario, si se hacía demasiado arriba los aviones quedarían empotrados en el hormigón y sólo sufrirían daños, al margen del impacto, los pisos superiores que lograra alcanzar el fuego. El peso no sería suficiente y los edificios se mantendrían en pie. De modo que había que elegir muy bien la altura del impacto para que las torres se derrumbaran sobre sí mismas y el daño fuera controlado. Al final salió bien.
Los pilotos se formarían en algún país europeo y sus pasaportes deberían ser también europeos, reales si era posible.
Volvía de nuevo a matar, esta vez a gran escala y en la sombra. En mi interior se desataban sentimientos encontrados. No todo fueron dudas y remordimientos. También la venganza y el deber cumplido merodeaban dentro de mí, así como un extraño regocijo, que quizá proviniera de la sensación de poder que emanaba del acto, del control que sentía sobre mi propia capacidad de acción, un poder que sobrepasaba los límites de mi entorno, de mi vida cotidiana, y parecía extenderse sin limitación alguna. Recordé el libro que había leído, "la erótica del poder", y comprendí la razón por la que algunos hombres lo prefieren al sexo, o lo utilizan cuando se acaba éste. Sentía correr dentro de mí la adrenalina. Estaba vivo. Tras un año sin ella, sin amor, una emoción que nuevamente se mezclaba con la muerte, volví a recuperar mi plenitud y a sentirme otra vez el héroe exterminador que había sido. Y siempre por amor. O por su ausencia.