jueves, 9 de octubre de 2008

MEMORESCENCIAS 56

No sólo había leído las dos biografías de Simón Bolívar, imprescindibles para el desarrollo de mi nuevo trabajo. En esa época, en la época en que me incorporé a la política activa venezolana, conocí gente muy interesante que enseguida me recomendaron algunos autores que habían descifrado e impreso las claves de la construcción, apogeo e incipiente caída del Imperio. De entre ellos quiero destacar al uruguayo Eduardo Galeano y al norteamericano Noam Chomsky, una visión externa y otra interna, ambas de incuestionable crédito e indudable valor para comprender la política exterior norteamericana y las nefastas consecuencias de su aplicación para el resto del mundo.
La campaña de colonización económica e ideológica iniciada con la guerra fría para combatir al ideario marxista que se propagaba rápidamente en las sociedades europeas tras la derrota del fascismo e incluso en su propia casa en los sectores más desfavorecidos, se extendió como un manto protector sobre las jóvenes democracias necesitadas de dólares para la reconstrucción de sus países en ruinas en el caso europeo, o para salir airosos de una crisis que se había enquistado desde la caída del capitalismo en el veintinueve, en la sociedad norteamericana, aquello que llamaron, eufemísticamente, la gran depresión. Pero los deprimidos fueron ellos. Algunos hasta el suicidio.
Países deudores y sectores sociales propios agradecidos por la pronta recuperación económica, harían la vista gorda o mirarían asqueados para otro lado mientras el gigante basaba su modelo económico en la explotación salvaje de los recursos del tercer mundo, a costa de condenar al mismo a la miseria y al gobierno de sanguinarias dictaduras instauradas para asegurar los beneficios rápidos de sus empresas transnacionales. Todo ello bajo el amparo de la divina democracia y la excusa de una lucha contra un comunismo que no dudaron en demonizar, a pesar de haber sido en la guerra su aliado. El nuevo césar era también un nuevo dios.
Pues bien, quedaba claro que se habían enriquecido fraudulentamente, a costa del sacrificio ajeno, y que no parecía afectarles en absoluto vivir de espaldas a la realidad, mineralmente ensimismados como las torres gemelas, cegados por el resplandor de su codicia en el espejo, mientras creciera su bienestar y engordaran sus inversiones. Y así durante casi cincuenta años. Ciertamente, necesitaban que les abrieran bien los ojos.
Habíamos terminado en Irak por el momento. Nos reuniríamos al cabo de seis meses para cerrar la operación y fijar la fecha. Le dije a mi secretaria que comprara un par de billetes para El Cairo, donde haríamos una escala técnica antes de regresar a Caracas. Técnica y de placer, porque hacía un par de meses que aquella catira de labios prominentes, casi africanos, me comía las pelotas. Y además, todavía no había visitado las pirámides. La catira trabajaba para el servicio de inteligencia venezolano y le gustaba vivir peligrosamente. Era fácil que no objetara nada si le proponía un polvo rápido levantada contra alguna columna, escondidos del guía y los turistas, en la penumbra de una de aquellas tumbas de otro imperio. Un polvo grandioso, aderezado con el polvo de los huesos de algún dios milenario, sacrílegos malditos si nos pillan. Seguro que se pondría a cien. Yo casi me corría de sólo pensarlo.