viernes, 10 de octubre de 2008

MEMORESCENCIAS 57

Estaba casada, la catira. Su marido, un dentista bien instalado en las dentaduras de la clase media caraqueña, pagaba el alquiler de un pisito, la manutención y los caprichos de una jovencita de dieciocho años que se había ido de casa embarazada, harta de que su tío, el hermano mayor de su padre, se la cogiera a la mínima oportunidad desde los trece. Y claro, un tipo casado.
La morenita, más bien negra zulú, que decía ella, al parecer estaba muy buena. El dentista, en plena actividad sexual a sus cuarenta, cuando ésta le contó su vida entre empaste y mamada, no me pagues, cariño, ya lo arreglamos, no se lo pensó dos veces y aprovechó la oportunidad para consolarse de las largas ausencias de su esposa, tan ocupada salvando a la patria, que decía él.
La catira, a cambio, señora discreta en su casa pero más aventurera, follaba a todo tren con quien le prestara un poco de atención durante sus viajes.
De modo que habían encontrado un punto de equilibrio para mantener su matrimonio y compartir el cuidado de sus dos hijos, gracias también a la mucama arubense que atendía la casa, y los niños durante su ausencia.
Era menuda y bajita, poco más de metro y medio, pero con aquellas piernas color canela, sus caderas imposibles para una madre de treinta y cinco, rematadas con una cintura de avispa, y sus pezones mirando al cielo en un par de tetas bien armadas, podía volver loco a cualquiera. Una larga cabellera rubia coronaba su cuerpo.
Yo le sacaba casi treinta centímetros y le doblaba el peso. Era como follarse a una barby. Cuando la levanté del suelo y le arremangué la falda de tubo, descubrí con sorpresa que no llevaba ropa interior. Pedazo de golfa, has venido preparada. Muy preparada, me contestó mientras se colgaba de mi cuello y me metía la lengua hasta la tráquea. Aquello me produjo una erección instantánea.
Miré alrededor. Se escuchaba la voz del guía y todos parecían bien atentos a su disertación. Saqué la polla y sentí cómo buscaba la punta para ensartarse en ella. Se descolgó despacio, centímetro a centímetro, lubricando mi pene en su bajada y reprimiendo unos dulces grititos que casi eran audibles.
Asomé de nuevo la cabeza, pero afortunadamente nadie miraba hacia atrás.
Estaba muy excitado. Sabía que si empezaba a moverme iba a eyacular en un momento, así que la dejé hacer.
Ella subía y bajaba, sin prisa, como olvidada de donde se encontraba, y yo empecé a ponerme nervioso. En cualquier momento podían venir hacia nosotros, pues el recorrido era casi circular y no muy lejos se encontraban un par de sarcófagos secundarios, posiblemente los del arquitecto y su mujer.
Así estuvimos un buen rato, hasta que no pude resistir más la tensión. Te dije un polvo rápido, le susurré al oído. Seguidamente la tomé por la cintura, me apoyé contra la columna y le di la vuelta. Le tapé la boca cuando intentó protestar y se la metí en el culo hasta las bolas. Con media docena de empujones tuve bastante.
Cuando la posé en el suelo noté una especie de bruma que se había levantado a media altura. No cabía duda: con tanta actividad, el polvo de los muertos se había levantado y estaba impregnando nuestros genitales, mezclándose con nuestros fluidos. Cuando se lo dije, los dos comenzamos a reírnos escandalosamente.
Retocamos nuestra ropa y aparecimos ante unos turistas que ya se acercaban a nosotros y nos miraron sonrientemente sorprendidos.
La catira era generosa, pero se había quedado caliente como una burra. Llegados al hotel, antes de bajar a comer, terminamos la faena. Ella me miró después agradecida. Los dos sabíamos que entre nosotros nunca habría nada más que buen sexo.