martes, 14 de octubre de 2008

MEMORESCENCIAS 59

Mi suegro se había retirado a tiempo de la política activa, como cabeza de partido y miembro parlamentario de acción democrática, cuando empezaron a salpicarles los primeros escándalos de corrupción. Unos años antes había formado parte de la comisión que investigó a sus adversarios, los democristianos de copei, y lo que menos esperaba era que sus compañeros de ad serían investigados por lo mismo. La conclusión era inevitable: ambos partidos, socialdemócratas y democristianos, se turnaban para robar a saco las plusvalías petrolíferas, en vez de realizar las inversiones que aprobaban en los presupuestos generales.
Multimillonario y asqueado por los codiciosos elementos que medraban a su alrededor gracias al inocente apoyo de los votos populares, dio media vuelta y se retiró a su casa a vigilar sus inversiones. Y de paso, porque lo llevaba en la sangre y no podía evitar la intervención política, aunque fuera semiclandestina, comenzó a sufragar algunos gastos de un partido bolivariano emergente, apenas conocido, pero con cuyas ideas simpatizó desde el principio.
Así había conocido al general y así me lo había presentado en una de sus fiestas.
Ahora sabía que trabajaba para él, pero también sabía que lo hacía en la sombra y que no podía contarle demasiado.
No obstante, el sólo hecho de que comulgáramos ambos con la misma causa nos había acercado más que cualquier lazo familiar que nos uniera. De modo que a pesar de haber muerto su hija, el vínculo de respeto mutuo y camaradería que habíamos creado no cedió en absoluto. Si acaso y muy contrariamente, se vería reforzado debido al vacío, a la soledad que su ausencia había instalado en nuestros corazones.
A sus setenta y cinco años, veinte más que su esposa, conservaba la cabeza despejada y una agilidad en el cuerpo que le daba tal carácter afable y jovial que lo redimía de su edad.
Aunque las propiedades habían pasado a mi nombre en previsión de cualquier complicación hereditaria o política, pues yo había adquirido la doble nacionalidad, era él quien seguía controlando las empresas y el dinero que éstas generaban, casi todas en el sector inmobiliario. También teníamos una cementera, media docena de plataformas en el lago e inversiones en bolsa.
La nacionalización del petróleo en el setenta y seis no le había afectado en absoluto, porque como ciudadano venezolano y miembro ejecutivo del partido en el poder en ese momento, bajo la presidencia de Carlos Andrés Pérez, continuó con la gestión de las mismas y recibiendo una parte de los beneficios, aunque otra fuera a parar, teóricamente, a la tesorería del Estado, para beneficio público, como debía ser.
El problema radicaba en las plataformas propiedad de los norteamericanos, que a pesar de la ley continuaron gestionadas por los mismos ejecutivos, quienes controlaban el resultado de las cuentas a su antojo. Se mantendrían en sus puestos, hasta la llegada del general, mediante la corrupción generalizada de los políticos que iban y venían.
Mientras estaba en casa, era yo quien le ayudaba, sobre todo con la optimización y puesta al día de las plataformas, pero casi todo el peso de la dirección la llevaba él. Eso lo mantenía en forma, tanto física como intelectualmente. Cuando los veía juntos, con su esposa, apenas si notaba la diferencia de edad, a no ser por su pelo encanecido.
La madre de mi mulata, evangelista como ella y un poco más morena, tenía una salud muy delicada. Se dedicaba principalmente a dirigir los ocho criados de la casa, empleados en la limpieza, la cocina y la jardinería. También le quedaba tiempo para reunirse con otras damas de la aristocracia beata y planificar obras de caridad. Su sueño era crear un albergue para que nadie en esa ciudad se quedara sin comer al menos dos veces al día. El techo nunca fue una prioridad en la región, debido al clima, porque se arreglaban con un simple tendejón de hojalata y un chinchorro colgado de dos postes, pero la población crecía cada año, directamente proporcional a la crisis económica, y empezaban a verse niños y viejos borrachos mendigando por un trozo de pan, provenientes del campo y del paulatino cierre de las empresas.
Antes de mi partida, esa señora, que me quería tanto como había querido a su hija, vería cumplido su sueño, ya terminado, el mismo día de su inauguración, pues llevé toda la obra en secreto. No era algo en lo que yo creyera, la limosna, pero no podía dejar de darle esa alegría.