lunes, 4 de febrero de 2008

OCÚPENSE


OCÚPENSE


...



Todo ciudadano en edad de trabajar tiene derecho a un empleo, requisito imprescindible para el logro de su independencia económica, factor éste determinante en nuestra sociedad para crear un proyecto de vida libre, coherente con la mera condición de adulto.


Tanto el derecho al trabajo como a la vivienda están plenamente reconocidos en la Constitución, cuyo depositario y garante es el Estado. Y es por tanto el Estado responsable directo del recluimiento indefinido de los jóvenes en la casa paterna. Es culpable de la dependencia económica de la juventud y de forzar indefinidamente una convivencia biológicamente abominable y socialmente penosa e indigna.


Penosa para unos padres que ven diezmado su sueldo, su jubilación, su intimidad, al verse obligados a convivir con unos hijos adultos incapaces de emanciparse. Indigna para estos, que sienten supeditadas sus necesidades económicas y de realización personal, a la autoridad paterna, una autoridad a veces comprensiva y otras veces intolerante o despótica, generador todo ello de tensiones e incluso agresiones que pueden degenerar en desgracias familiares cada vez más frecuentes.


Aunque la mayoría de los padres aceptan en mayor o menor grado su papel protector; esto no debería ser aprovechado por el Estado para eludir su propia responsabilidad, para paliar sus propias carencias e incapacidades, y más si consideramos que la juventud es en realidad un bloque de recursos humanos que en su día sustituirán a sus progenitores en el sostenimiento del Sistema y en el mantenimiento de los privilegios que hoy ostentas los grupos de poder con capacidad para ayudarles.


No sólo les privan del acceso a una vivienda propia, de la oportunidad de organizar su vida privada, sino además les niegan las infraestructuras precisas para el desarrollo de sus actividades artísticas y de ocio. Un gran campo de fútbol es lo que les ceden, un inmenso campo nacional a la intemperie que les acaba resultando pequeño y hostil a quienes se aburren de darle patadas a un balón.


El único recurso que les queda entonces es recluirse en los bares cuando aprieta el frío, al calor del amor en el bar, como dice la canción, arrimados a una caña de cerveza a modo de cuota mínima para pagar el cobijo y fumándose unos petas para alcanzar sus sueños.


Cuando algunos de ellos son capaces de organizarse y desarrollar un proyecto en común para aplacar la soledad y la molicie, para crearse una meta y realizar algo positivo alejados de la taberna, cuando algunos de ellos nos demuestran que todavía existe una juventud viva, emprendedora y solidaria a pesar del vacío cultural que han heredado, cuando algunos de ellos consiguen instalarse en algún viejo local destartalado, acondicionarlo, transformarlo en hogar y centro cultural a la vez, aplicarle un modelo de gestión que deberían copiar muchos responsables de la cultura oficial, aunque sólo fuera por el balance de resultados en base a la precariedad de sus medios financieros, cuando logran salir a flote y hacer su sueño realidad sin pedirle un euro a nadie, sufragando los gastos mediante sus propias actividades lúdicas y artísticas, entonces van los adultos serios y responsables detrás y les tiran todo abajo, y justifican su miserable proceder alegando razones urbanísticas o sociales, justificaciones imprecisas, perversiones adoptadas por la simple inercia de fastidiar al prójimo e impedirle soñar, crecer, creer en algo, salir adelante por sí mismo.


Justificaciones a años luz de esas prioridades de dignificación humana que ampara la Constitución, que “además” ampara la Constitución, la de todos, como son el acceso al trabajo y a la vivienda, muy por encima de politiqueos electoralistas u oscuros intereses de unos pocos. Tan sólo parecen empeñados en confirmar, una vez más, que ninguna generación salva a la siguiente.