jueves, 19 de julio de 2007

ELOGIO DE LA DIFERENCIA


ELOGIO DE LA DIFERENCIA


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Así como existe un tipo de discriminación positiva mediante la cual se pretende compensar la balanza creando desigualdades por razón de sexo en beneficio del más marginado de los dos, también existe en nuestra cultura lo que podríamos llamar “machismo positivo”, ejercido por la mujer, coexistiendo en los últimos tiempos (y más aún en los venideros) con lo que podríamos denominar “feminismo positivo”, ejercido por el hombre.


Si partimos de que las diferencias entre ambos sexos no son únicamente culturales, sino contienen un elemento biológico diferenciador, basado en las distintas capacidades anatómicas (principalmente en cuanto a masa y potencia muscular se refiere) y emocionales en función de porcentajes hormonales, glándulas y secreciones específicas y experiencias vitales tan exclusivas como la propia sexualidad o la posibilidad de engendrar otro ser, amamantarlo, etc. podremos establecer sin complejos (y sin que nos anatematice ningún colectivo) dos personalidades genéricas (transgredidas en parte por la homosexualidad) diferenciadas en principio por cuestiones puramente orgánicas y que más tarde la cultura y las circunstancias socioeconómicas se encargarán de acentuar o atenuar dependiendo del momento histórico.


Hasta hace unos pocos decenios, las relaciones laborales estaban basadas en la explotación física de los recursos humanos. Incluso bien avanzada la revolución industrial, los trabajos resultaban con frecuencia excesivamente duros y la jornada laboral interminable y agotadora. Si sumamos a esto la ausencia de planificación familiar, resulta fácil comprender que el papel del hombre derivara en las ciudades hacia la búsqueda de un salario fuera de casa y el de la mujer quedara relegado a las tareas del hogar y al cuidado de su numerosa prole.


Los rasgos diferenciadores se acentuaban y la separación entre las responsabilidades de cada miembro de la unidad familiar también. En estas circunstancias, la economía familiar dependía exclusivamente del hombre y éste asumía tácitamente la posición del líder que ha de ofrecer seguridad y fortaleza para mantener la cohesión del grupo y asegurar la supervivencia del mismo, incluso de una mujer que también dependía totalmente de él. Ésta, por su parte y debido al contacto casi permanente con sus hijos, se encargaba de la educación de los mismos, de transmitirles los mismos roles: enseñaba a los varones a ser líderes valerosos y férreos trabajadores y a sus hijas a ser sumisas, hogareñas y casaderas, ofreciéndoles con ello las primeras lecciones de “machismo positivo”, imprescindible para la estabilidad familiar de la clase trabajadora en aquellos tiempos.


El problema del machismo, el “machismo negativo”, sobrevino, no como consecuencia de la búsqueda de una supremacía entre los sexos, sino como consecuencia de un contexto social determinado, en el que la mayoría de los líderes familiares abusaban de su poder amparándose en una cultura del machismo institucionalizada, que decretaba leyes machistas para afianzar el funcionamiento del sistema.


Desde hace unos treinta años, el arrollador despliegue tecnológico y el surgimiento de la planificación familiar masificada gracias al desarrollo de las técnicas anticonceptivas, se encargan juntos de revolucionar las relaciones laborales y de propiciar substanciales cambios culturales en las dos últimas generaciones, cambios que se suceden con tal rapidez que resultan muy difíciles de asimilar por el conjunto de la sociedad.


Actualmente no existe justificación económica para continuar desarrollando roles machistas en el seno familiar. El acceso masivo de la mujer al mercado laboral y una planificación familiar aplicada a la totalidad de los estratos sociales genera posiciones de igualdad y atenúa las diferencias entre los sexos, tanto en términos económicos como culturales, para un cada vez más amplio espectro de individuos.


Incluso está sucediendo, con el sector más joven de la sociedad a la hora de plantearse una relación de pareja, que debido a una cada vez mayor facilidad de la mujer respecto al hombre para acceder al mundo laboral, éste es quien se queda en casa mientras ella sale a ganar el sustento familiar. Desde esta perspectiva urge un cambio en la mentalidad de ambos, pero sobre todo en la del varón, para asimilar la “vuelta de tortilla” sin grandes traumas y poder adaptarse a los nuevos tiempos. Este cambio no debe pasar necesariamente por negar la diferencia entre los sexos, falacia ésta que pretende endosarnos la cultura de masas con su pretensión de crear un arquetipo de consumidor uniformado, que nos llevaría a una especie de clonación universal, donde la diferencia, el mero hecho de sentirse diferente sería considerado un acto subversivo.


La aplicación del “feminismo positivo” por parte del hombre, es decir, el hecho de que éste acepte sin prejuicios el liderazgo económico de la mujer, debe llevar implícita la aceptación también de las tareas domésticas y el cuidado y la educación de los hijos desde su más tierna infancia. De no ser así, se abrirá una brecha imposible de superar para cualquier relación que busque estabilidad. Por otro lado, esperemos que las líderes femeninas sean más sabias que lo hemos sido nosotros a la hora de ejercer su jerarquía bajo el marco de esta nueva convivencia socioeconómica y no cometan los mismos errores, porque entonces ni unos ni otros habremos avanzado nada.


El problema no radica en la diferencia de sexo ni en la manera en que esa diferencia influye en nuestro carácter y en nuestra manera de entender el mundo. Cuantos mayores matices es capaz de aportar un individuo desde su propia singularidad, más puede enriquecerse su relación con los demás. El problema radica en la incomprensión, la intolerancia, la ausencia de diálogo y la institucionalización de un poder a través de leyes y normativas suprafamiliares, socialmente aceptadas para afianzar los privilegios del grupo que las crea sobre la marginalidad del que las padece.