lunes, 26 de mayo de 2008

MEMORESCENCIAS 10

Pasé una mala época. No fue fácil adaptase a la soledad después de vivir con tanta gente o con tanto amor alrededor, desde que nací. Y la pérdida de la estudiante, ahora opositora, me dejó bastante deprimido. Pero no me planteé ni por un segundo regresar a la casa de mis padres. Volver a los viejos olores y a los penosos estertores de mi madre.
Sin embargo, cuando más solo estaba, apareció un montón de peña. Todo empezó con un viejo cenetista exiliado a Toulouse, dedicado al extraperlo entre los dos países y retornado a España desde hacía cinco años. Trabajábamos en la misma obra, de instaladores. Estaba reconstituyendo la cnt con la ayuda de algunos viejos amigos. Era la época de las asociaciones políticas, impulsadas por el sector más vanguardista de la derecha franquista, a la búsqueda de nuevos horizontes comerciales, pero todavía no habían legalizado la cnt ni el pc. Me había pasado unos folletos sobre anarcosindicalismo, acción directa, autogestión y todo eso.
Un día me invitó a su casa para una reunión, en realidad se trataba de formar la sección de la construcción del sindicato en la villa. Y le dije que sí.
Éramos media docena de personas, pero quedó constituida. Estuvimos durante un año reuniéndonos con las demás secciones en alguna trastienda de un bar o en merenderos de dueños simpatizantes, preparando estrategias de captación de socios, editando pegatinas y folletos, haciendo pintadas callejeras nocturnas, en fin, todo lo que podíamos hacer en la clandestinidad, sin unos locales propios.
Lo mejor de todo fue la gente. Un montón de personas a cual más rara y pintoresca. Como tenía piso propio, pues se pasaban por allí a escuchar música, intercambiar libros y opinar sobre la reconstrucción del mundo. Había de todo: anarquistas, ecologistas, vegetarianos, estudiantes de psicología, y hasta algunos hippies reciclados de los sesenta, que todavía se ganaban la vida con las pulseritas, aunque algunos empezaban a abrir negocios. Aprendí a respetarlos. Su filosofía pacifista y marginal todavía tropezaba con mis ideas, pero en otras cosas tenían buenas propuestas. Lo del amor y el sexo me parecía estupendo, quizá porque todavía estaba enamorado. Y la marihuana tampoco estaba mal. La verdad es que me lo empecé a pasar con todos ellos de puta madre. Entre capítulo y capítulo de Bakunin nos echábamos un porrete y unas parrafadas de lo más metafísicas. Fue una época de mucha lectura también. Y no sólo de filosofía anarquista. Conocí a Hermann Hesse, a Stendhal, a Goethe, a Zola, a Céline... a los existencialistas franceses: Sartre, Camus, Malraux... En fin, muy fructífera intelectualmente.
Pero lo mejor que me pasó fue encontrarme con una hermosa ácrata en mi cama a los dos meses. Tenía casi tres años más que yo, rubia alta, de ojos azules, despampanante. Y muy inteligente. Todavía hoy no me lo creo, la noche que se fueron los demás y ella se quedó allí, con una excusa cualquiera y la evidente intención de seducirme. Qué maravilla de mujer, nunca me había pasado nada igual. Y nunca había gozado tanto.
No sé si llegué a enamorarme de ella, porque ya estaba enamorado, o eso suponía, pero sí comprendí que eso del amor, ese elevado concepto que tenemos de él, a veces sólo son imaginaciones nuestras y casi nunca tiene nada que ver con el goce. Al contrario, es más fácil que nos haga sufrir, de una u otra manera, sobre todo cuando termina.
En cambio gozar por el simple hecho de hacerlo, sin otra aspiración que vivir y disfrutar del momento, y sin sentido alguno de la posesión o del poder sobre el otro, te da unas alas que no son terrenales. Eso fue lo que me enseñó la anarquista. Y a no sufrir cuando pierdes a alguien, porque siempre supiste que nunca fue tuyo. Era psicóloga, pero además una activa militante antipsiquiatra. Me contó que estábamos viviendo una época de cambios históricos irrepetibles, no sólo por la transición incruenta hacia la democracia, sino porque estaban a punto de cerrarse los manicomios y muy pronto íbamos a convivir con los locos, en la puta calle.
Continuamos juntos durante unos meses, en mi casa, hasta mi ingreso en el servicio militar obligatorio, coloquialmente, la puta mili. Allí tomé una de las decisiones más importantes de mi vida, por amor, sólo para dejar de perder el tiempo y volver a su lado.
Y allí habría de reencontrarme, curiosa paradoja, con la persona que más he odiado en esta vida. Muy pronto se convertiría en mi tercera víctima. Nunca he disfrutado tanto con un asesinato.