martes, 20 de mayo de 2008

MEMORESCENCIAS 7

Siempre me gustó leer. Gracias a mi padre, porque en esa época ni siquiera había bibliotecas en los barrios. En realidad gracias a mi tío, ya fallecido, una especie de herencia familiar. En casa apenas había espacio, pero los bajos de los armarios roperos estaban llenos de libros. Mi padre aprovechaba las noches en que se ahogaba mi madre, los domingos que no salían, que eran casi todos y cualquier hora de descanso para leer sus novelillas del oeste. Estanterías en lugares casi imposibles o cajas de cartón arrinconadas en cualquier esquina contenían las obras completas de Zane Grey, la mejor colección del género del oeste, o las aventuras de Stevenson, Fitzgerald o Jack London. Incluso los rusos o los más grandes podías encontrarte en cada búsqueda, ya de por sí una aventura. La Madre, Guerra y paz, Crimen y castigo... incluso una edición abreviada del Ulises de Joyce, ese irlandés tan enrevesado al que según mi padre nunca fue capaz de seguir, y otra del Quijote, ese loco manchego que no fue capaz de leer hasta el final.
Lo leí casi todo, excepto la colección de vaqueros. No pude con más de tres o cuatro, demasiada reiteración.
Colecciones didácticas de cromos, cómics, revistas divulgativas que compraba, intercambiaba o me regalaba algún colega cuando me invitaba a su casa, también yo iba aportando algunas cosillas a la sabiduría familiar.
Más tarde, cuando empecé a trabajar y me vi con dinero en bolso y espacio suficiente en la salita y en mi propia habitación, me dediqué a montar una biblioteca a mi gusto, visitando las librerías de viejo que pululaban por doquier en esa época como respetables mausoleos, donde libros que habían estado muertos, secuestrados, prohibidos, resucitaban y salían de nuevo a la luz.
Eran tiempos de cambio. Moría el dictador, regresaban los exiliados y la música, la lectura, las conversaciones tomaban nuevos derroteros, más libres e interesantes.
Tuve también la suerte de enrrollarme con una estudiante de filosofía, con la que me iría a vivir en pocos meses, sin papeles ni condecoraciones, sólo porque estábamos muy bien juntos y follábamos como locos.
Así que seguí leyendo, cosas cada vez más complejas, y antes de darme cuenta tenía una formación universitaria, autodidacta, sin fisuras ni complejos académicos, nada que ver con mi titulación profesional de electricista. Pero esto me daba de comer. Mi vida seguiría dividida durante mucho tiempo.
El tipo que maté a los diecisiete era jefe de obra. En cuanto me vio con un libro en la mano a la hora del bocadillo se le cruzaron los cables. Me estuvo persiguiendo durante dos semanas, que si me creía muy listo, que a la obra se viene a trabajar, que me vaya a leer a la biblioteca cuando salga, cervantes de los cojones... Y luego me supervisaba el trabajo y siempre me ponía alguna pega, porque claro, yo no puedo vigilarte todo el día y lo que no se puede es venir aquí a estudiar, sácate una beca y vete a tomar por culo a la universidad, pero aquí se viene a lo que se viene...
Yo me lo tragué todo durante esas dos semanas. Ni le contesté siquiera. Pero una noche lo esperé, siempre era el último en irse, después de recontar las bobinas de cobre y las herramientas de todos y encerrarlo todo bien, con siete candados, en la garita de la obra.
Le salí por detrás de una columna del piso bajo, que más tarde se convertiría en aparcamiento y lo agarré por el cuello mientras le clavaba en la nuca un pedazo de hilo rígido de cinco milímetros de sección que estábamos utilizando en la acometida principal. Cuando ya llevaba diez o quince centímetros de avance, empecé a hacerlo girar. Sentía cómo se removían sus sesos dentro del cráneo. Le aflojé el cuello, soltó un par de estertores y cayó como una plomada de albañil.
Más adelante tendría más cuidado, por lo del adeene y los avances policiales que veías en las pelis o leías en las novelas de Graham Greene o de John Grisham un poco después, pero de aquella saqué la varilla, la limpié con su propia camisa, desmonté uno de los enchufes y la introduje por uno de los tubos de la instalación, en el primer piso, en una zona de trabajo ya terminada.
Fue todo muy limpio, apenas si sangró. Lo que me sorprendió fue el empalme que pillé, como si me estuviera tirando a una tía. Cuando llegué a casa, todavía vivía con mis padres aunque ya salía con la universitaria, lavé los calzoncillos un poco y los eché a la lavadora. Luego me di la ducha de costumbre, con agua calentita. Me había corrido como un parvulario, casi sin enterarme.
Al día siguiente llegó la poli y nos hicieron algunas preguntas, pero el tío al parecer era un buen hijoputa con una pila de enemigos y candidatos posibles a su aniquilación.
Yo continué leyendo mi novela a la hora del bocadillo.