martes, 27 de mayo de 2008

MEMORESCENCIAS 11

Es cierto que circula tu vida por tu mente cuando vas a morir. No como una película de secuencia lineal sino en forma de fotogramas discontinuos y asíncronos. A una velocidad vertiginosa, como si quisieras apurar, recuperar en unos instantes, los instantes de vida que te quedan, todos esos recuerdos importantes que habitan tu memoria. Y también secuencias inconexas de tu futuro y de tus esperanzas, de aquello que jamás podrá llegar a ser.
Lo bueno que tenían aquellos barrios surgidos de la nada, al amparo de un desarrollismo industrial voraz y necesitado de viviendas obreras de bajo coste y peor calidad, era que colindaban con la naturaleza. No había vallas de autopistas ni barriadas vecinas ni cierres de chalets o explotaciones agrarias. Tan sólo campo y monte. Con suerte un riachuelo no lejano.
Vivíamos en el río, merendábamos subidos a los árboles. Nos convertíamos a temprana edad en grandes exploradores del misterioso, a veces impenetrable verde que se derramaba alrededor, por los cuatro costados de aquellos bloques homogéneos de hormigón y ladrillo y sus calles de asfalto.
Era como habitar dos mundos. En invierno ocupábamos con nuestros juegos los pequeños espacios disponibles entre los edificios, pero en verano nos abríamos hacia un espacio ilimitado, siempre por descubrir a medida que íbamos creciendo y alejándonos del gris urbano.
Así fue como llegué, con un par de amiguetes ansiosos de exploración, río arriba, hasta la ruta de tierra que sorteaba una presa de agua que posiblemente alimentaba de electricidad a los pequeños pueblos de alrededor. Era una zona de bosque cerrado con un pequeño sendero que a veces nos obligaba a cambiar de orilla. Un riachuelo de bajo caudal que cruzábamos sobre algunas piedras o sobre un par de troncos colocados para ese propósito.
Pero una vez sorteada la presa, el camino continuaba por la vertiente de una colina y la profundidad de las aguas aumentaba hasta formar en algunos puntos pozas bien profundas. Tenía diez años y no sabía nadar.
Llevábamos un palo improvisado para ayudarnos a caminar más seguros, pero el mío se rompió y caí desde el camino a una de esas pozas.
Cuando caes al agua desprevenido, sin tomar aire previamente, lo primero que se establece en tu interior es una lucha entre el sistema autónomo respiratorio, que desea seguir respirando, y tu consciencia indicándole que no debe hacerlo, porque lo único que conseguirá será llevar agua a tus pulmones.
Pero esa lucha no dura gran cosa y uno de los dos ha de conseguir su objetivo.
Recuerdo, entre todo ese amasijo de fotogramas pasados, presentes y futuros revoloteando en mi memoria, que intenté respirar dos veces, a ciegas e histérico de miedo, manoteando instintivamente, pero no tragué agua. A la tercera ya había sacado la cabeza y tomaba aire, a la vez que me sujetaba a la raíz de un árbol que encontré en mi mano.
Enseguida llegaron mis amigos y me ayudaron a salir, aunque ya tenía la certeza de haberme librado de la muerte.
Era un soleado día de julio. Subimos a un claro de la pendiente y me quité la ropa. Estaba jubiloso, lleno de una euforia y una locuacidad que nos dejó alucinados a los tres.
Ahora, en la distancia, supongo que fue producto de la adrenalina que había liberado mi cuerpo. Me sentí renacido. Un segundo nacimiento, desnudo, recibiendo el tibio sol de la tarde sobre mi cuerpo. Un nacimiento alegre, sin lágrimas, sin miedo, mis pies sobre la hierba, firmes, seguros, abriéndose de nuevo, pero ahora con más fuerza, a todos los senderos.