viernes, 16 de mayo de 2008

MEMORESCENCIAS 5

Mi vida siempre estuvo marcada por los olores. El olor de aquellas habitaciones contiguas. El olor a medicina y a esputos en la alcoba de mi madre y el olor a sudor y a sexo de hembra en la de mi hermana. El olor de la nuestra, a pies, a sudor, a semen, a veces casual, onírico, y otras expulsado con prisas por algún recuerdo del día.
En una casa sin calentador de agua, donde nos lavábamos a pucherazos calentados en la cocina de carbón, no había demasiada higiene en invierno. En verano una ducha tan fría como rápida era un poco más efectiva, pero el calor creaba el contrapunto. Es decir, que los olores nunca nos abandonaban.
Es posible que eso creara en mí esa tendencia a olfatear lo que me rodea o se me acerca. Mis recuerdos olfativos vienen de lejos, pero hay uno que ha permanecido por encima de todos y que no olvidaré jamás. Fue la primera vez que olí un coño. Estábamos en preescolar, en una clase mixta, de aquellas que se organizaban en los barrios cuando la oficialidad no llegaba hasta esas edades, por fortuna, y alguna maestrina te ponía unas cuentas o te enseñaba los primeros pasos de lectura en su casa, antes de comenzar en la escuela a los seis años, mientras preparaba la comida o atendía a su bebé en otra habitación.
En algún momento de la suma que teníamos planteada, bajo la mirada poco atenta de esa maestra más pendiente de sus quehaceres domésticos que de nosotros, se me ocurrió, tras una serie de sonrisitas y complicidades aritméticas, meter la mano bajo los leotardos de la niña que tenía a mi lado y aventurar un dedo entre sus labios.
Olí mi dedo aventurero, mientras la niña seguía sonriendo, y a lo que más se me pareció fue al olor del pescado, del pescado antes de freír. Mi padre había desertado de la mar por algún problema de equilibrio, pero venimos de ascendencia marinera y en casa cenábamos pescado casi a diario. De modo que en seguida lo reconocí.
No es que me desagradara del todo, pero me hubiera gustado más que oliera a frito, de modo que postergué ese tipo de incursiones hasta unos años más tarde, cuando jugando en casa a los médicos con unas vecinitas de mi edad, sobre los nueve, volví a intentarlo. No hubo suerte, porque algún adulto notó algo raro y aquello se frustró. No volvieron por casa a jugar conmigo.
La verdad es que tuve una infancia feliz, y repleta de erotismo. Recuerdo que casi hasta los diez me la pasé rodando por el suelo, con la excusa de las canicas o los cochecitos, cada vez que venía por casa una vecina. Conocía todas las colecciones de bragas del vecindario. Ninguna de ellas prestaba atención a un niño pequeño, o si lo hacían preferían hacerse las locas y mirar para otro lado. Puede ser que incluso las pusiera cachondas, vete tú a saber.
Tendría que esperar unos años más, hasta los trece, para tener mi primera experiencia, gracias a mi madre, a la enfermedad de mi madre, que se veía en la necesidad de contratar a una vecina para fregar de rodillas aquellos suelos de antes de la fregona, uno de los mejores inventos de la humanidad.
Mi hermana trabajaba en aquella época en una conservera de pescado y llegaba a casa con pocas ganas de colaborar, así que por una propinilla una vecina un poco mayor que yo, de quince o dieciséis años, se pasaba un par de veces por semana a fregar, con aquellas minifaldas, de rodillas, y yo contemplándola por detrás, a veces sentado, a veces de pie, dándole un poco de conversación mientras sentía mi pene ponerse duro como una piedra. En fin, harto de hacerme pajas pensando en ella, una de las veces no pude resistirme y le metí la mano entre las piernas.
Para mi sorpresa, ella pareciera que lo estaba esperando y nos revolcamos entre lo seco y lo mojado del suelo, bajándonos a medias las bragas y los pantalones.
Fue un polvo memorable, aunque también el más rápido de mi vida. Sin contar esos otros, claro, como el del paraguas. Ahí sí que me disparo. Y luego ese olor en las manos, a pescado... Después aprendimos a mejorarlo, con la vecinilla, pero aquello no duró demasiado, porque ella calzaba un novio mayor que la tenía bien atendida.
Así que un día me dijo mi madre que me fuera a dar una vuelta cuando viniera la chica. No sé qué le contaría. Nunca más se habló del tema.