viernes, 23 de mayo de 2008

MEMORESCENCIAS 9

A los trece o catorce años nos propusieron en la escuela de formación, a mitad del primer curso, un fin de semana de ejercicios espirituales. Eran unas prácticas frecuentes en la España franquista, aunque ya estaban tocando su fin. Se llevaban a una clase entera, o a varias, y la encerraban en un monasterio con pensión completa. Cuarenta o cincuenta púberes, quien más quien menos masturbándose a diario y huyendo despistadamente de las misas dominicales a las que nos obligaban nuestros padres a ir desde la primera comunión, aunque ellos no fueran.
Al principio parecía una excursión a un paraje maravilloso, en este caso muy cercano al mar, y con los gastos pagados. Quién se iba a negar y quedar, además, como un bicho raro.
Llegamos el viernes al anochecer y esa primera tarde nos dejaron pasear por los alrededores, hasta un pueblecito cercano, charlando y disfrutando del verde paisaje invernal. Una maravilla. Hasta compramos algún recuerdo del sitio para la familia.
Pero esa primera noche ya nos leyeron la cartilla: una serie de normas a la medida de un monje de clausura.
No podíamos hablar entre nosotros, ni salir del centro, ni siquiera movernos por su interior a nuestro antojo. Se programó un horario militarizado para las comidas, la siesta y la hora de dormir, así como para las únicas actividades disponibles: rezar en la capilla, escuchar las diatribas, a veces verdaderas tragedias griegas, de un cura especializado en manipular las mentes de jóvenes incautos y meditar a solas en la habitación.
También podías, entre medias, confesarte o pedir apoyo espiritual suplementario si lo creías necesario.
Nos invitaban muy amablemente a dormir en el suelo de madera, para hermanarnos con Cristo, o a pasar por la ferretería del santo lugar en busca de una buena fusta para olvidar los deseos carnales o de un férreo cilicio para martirizar el muslo y aplacar el creciente sentimiento de culpa que el hijoputa iba sembrando en las almas con cada discurso.
Fue la primera y la última vez que me hice daño a mí mismo, voluntariamente. Y fue la primera y la última vez que me lavaron el cerebro.
Salí de allí como un beato, evangelizando a familiares, amigos y a quien se cruzara en mi camino. Todavía fui un par de domingos más a la iglesia.
Por fortuna, la moral imperante alrededor, tardofranquista, renegada y hastiada del puto nacional-catolicismo que llevaba cuarenta años paralizando nuestra cultura y africanizándonos al otro lado del Pirineo, no me ayudó gran cosa en mi campaña apostólica.
Y algo dentro de mí que ha tirado siempre hacia la libertad, hacia la eliminación de cualquier yugo, transformó el sufrimiento que me infligieron en sabiduría atea.
Creo que me ayudaron en el fondo: una dosis tan elevada de espiritualidad sanguinaria y castrante te deja marcado y asqueado para toda una vida.