viernes, 30 de mayo de 2008

MEMORESCENCIAS 13

Enseguida comprendí de qué iba aquello: era como meterle el dedo en el chichi a la niña y que siguiera sonriendo. La escuela oficial con su historia mutilada, los grandes próceres y caudillos que ayudaron a crear una España una, grande y libre. Las fórmulas precisas para aprender a sumar los futuros salarios y las horas extras.
Meterse un poco a fondo para librarse de la vara y los insultos, las collejas y los coscorrones. La letra con sangre entra.
Así que enseguida fui de los primeros. Le metías el dedo en el culo al maestro franquista bigotudo y malaleche y le hacías sonreír triunfalista, parece que mis lecciones no caen en saco roto, se decía, contento, y repartía la leche del recreo que nos regalaban los americanos como refuerzo nutritivo a cambio de mantener sus bases militares en primera línea de este atlántico.
Una generación de señores bajitos esmirriados era suficiente para la propaganda interna y la imagen de los ministerios exteriores. Eso sí, bien fibrosos y de alto rendimiento para el rudo trabajo de antes de la máquina, cuando los burros y el comienzo de la bicicleta. Los coches eran ministeriales y contrabandistas.
Saberse la lección cuando te sacaban al encerado era un acto de fe. De fe nacional. Los que no la sabían volvían a casa marcados en las piernas, bajo la línea de los pantalones cortos, que había que ahorrar tela. Era la roja marca de la ofensa a la nación y a dios, pero sobre todo al bigotudo de mala ostia responsable de nuestra educación y nuestro encarrilamiento primario en la obediencia.
Olía a rancio, a viejos pergaminos conventuales y a espíritu nacional, el culo del maestro. Él se reía y yo me iba librando de las marcas. Pero sin descuidos. Por suerte no me costaba gran esfuerzo aprenderme todas aquellas gilipolleces. Ya digo, siempre en primera línea, entre los más listos, entre los que despuntaban en el sombrío panorama de miseria y trabajo que había hundido las espaldas de nuestro padres, aquellos rojos, aquellos perdedores, y que aguardaba acechante a la generación siguiente, herencia de la carne y de la muerte.