jueves, 5 de junio de 2008

MEMORESCENCIAS 14

Un secuestro legal, eso era la puta mili. Y también una última y definitiva agresión contra tu identidad, bien mermada en escuelas e institutos, de la que eras despojado en su totalidad. La obediencia ciega y el temor a los galones del uniforme, a la superioridad marcial, se encargaban del resto, de convertirte en una máquina bien engrasada capaz de matar a cualquier enemigo definido por el mando y morir o quemar tus circuitos por salvar a la bandera.
Lo hacían en dos fases. En la primera, dos meses de campamento a modo de terapia de choque, todo marchaba a velocidad de vértigo, entre madrugones, gimnasias, carreras, marchas, sesiones de tiro, lavados de cerebro, duchas de agua helada y bocadillos de mortadela se te iban las horas, te acostabas extenuado y no te dejaban tiempo ni para saber dónde estabas.
La segunda era más sutil. Ya te habían lobotomizado y ahora era cuestión de que ocuparas durante un año un lugar en el mantenimiento de las infraestructuras, esclavizado a un salario simbólico, jugando a la guerra en alguna que otra maniobra, pero sobre todo perdiendo el tiempo, demasiado tiempo para pensar y tirar a la basura.
Estaba loco por follar con la rubia y me habían enviado a mil kilómetros de distancia. Los odiaba.
Si te portabas bien te dejaban salir el fin de semana. Dejábamos los uniformes en algún bar concertado, nos vestíamos de civil y nos íbamos de vinos o nos metíamos en alguna discoteca.
Yo sólo pensaba en mi psicóloga, tan suave, tan rubia, tan cojonuda, y no me apetecía ligar con alguna lugareña, que siempre andaban a la caza de una boda cualquiera para largarse de casa, lo más lejos posible.
De modo que algunas veces me los quitaba de encima, a mis compañeros, y me daba un paseo tranquilo, a la deriva por aquellas calles que nunca me llevaban a ninguna parte.
Fue en uno de esos paseos cuando lo vi, saliendo de una iglesia, su silueta negra recortada por el sol de la tarde que ya se desplomaba entre los edificios.
Si no me hubiera cruzado con él no lo habría reconocido, hubiera sido uno más con sotana, pero nada más mirarle a los ojos se me disparó el corazón. Aquel cura, aquel jesuita hijodeputa me había machacado cuando tenía apenas trece años y su cara de cuervo se me había grabado para siempre en la memoria.
De modo que volví sobre mis pasos tras doblar la primera esquina y lo seguí. Era imposible que me hubiera reconocido, y aun así yo para él no era sino un cerebrito más que había lavado al servicio de su dios en su eficiente carrera. Nada de qué preocuparse.
Lo seguí de cerca y cuando metió la mano en el bolsillo ya sabía que iba a sacar las llaves de su casa. Para entonces ya habían colocado porteros automáticos en casi todos los portales del país y tenía que darme prisa. Aceleré y en el mismo momento en que la puerta iba a cerrarse tras él, metí mi pie y me colé dentro.
Era menudo y estaba medio calvo. Se sorprendió un poco ante lo impetuoso de mi entrada, pero hasta que lo cogí en volandas tapándole la boca y me lo llevé a un hueco lateral de la escalera que posiblemente daba a los trasteros del edificio, no supo lo jodido que lo tenía.
Soy uno de tus alumnos, me colocaste un cilicio en este muslo cuando era un crío, le susurré al oído. Sentí cómo mi polla se ponía tiesa y antes de escuchar el crack de sus cervicales al romperle el cuello ya me había corrido. Esta vez el placer había sido muy intenso.
Lo coloqué de bruces al final del último tramo de escaleras, sobre los últimos peldaños, y salí tranquilamente en dirección al bar donde me guardaban el uniforme.