domingo, 8 de junio de 2008

MEMORESCENCIAS 16

La llamada del amor me crispaba los nervios. Me daban ganas de matar a toda aquella pila de hijoputas uniformados que me tenían secuestrado, o regalarles una guerrita de verdad, pequeñita, en plan casero, pero para que vieran de cerca los muertos y olieran los cadáveres, aquellos cabrones con sus jueguecitos, que nunca habían sentido silbar las balas en las orejas, y menos aún incrustarse en la carne y romperles los huesos, así cualquiera va de engalonado, sin un puto enemigo de verdad que le hayas plantado cara, sin saber lo que acojona estar en una trinchera y esperar que no te caiga un puto misil en medio de los cojones, esos cojones tan pegaditos al culo de que presumen ellos, los valientes guerreros del fraude y la especulación con las lentejas.
En fin, que yo quería estar con mi psicóloga y que me comiera bien las cabezas, las dos, y dejarme de estupideces.
En una de las salidas discotequeras me tropecé con un soldadito de otra compañía, y entre cubata y cubata me contó que tenía un primo que se había hecho el loco, el muy listillo. Le fue al teniente médico y le dijo que le daban calambres en la cabeza. Sobre todo en el campo de tiro, pero también cuando estaba de guardia, en alguna garita oscura y solitaria.
Le libraron de las guardias y de afinar la puntería y lo asignaron al capitán, para hacer los recados de la mujer, limpiar la piscina y realizar alguna chapucilla de albañilería en el chalet, que siempre hay alguna reforma necesaria en esos sitios y el primo venía de la construcción.
Hasta del uniforme lo habían liberado y se paseaba en camiseta por los supermercados comprando las compresas de la capitana.
Y a mí se me encendió una luz, en parte estroboscópica por las luces de la pista y los cubalibres, pero en parte interior, como de luciérnaga segregando alguna sustancia luminiscente y vaporosa.
Por supuesto, yo no me iba a pasar los diez meses que me quedaban haciendo recados y renovando la instalación eléctrica de ningún chorizo. Yo tenía que largarme de allí, a por la rubia, de una puta vez.
Así que una noche que me tocó de guardia, solo, en las naves donde guardábamos los tanques oxidados de la compañía motorizada, rodeado de monte y alambrada, me armé de valor y disparé los veinte tiros del subfusil contra los árboles, hasta que se vació el cargador.
El estrépito en medio del silencio nocturno fue atronador. Me tiré al suelo bajo una de las farolas, en una zona bien iluminada, y arrojé el arma bien lejos, donde pudieran verla.
¡Los he matado!¡Los he matado!, gritaba mientras los oía llegar, acercarse prudentemente. En ese momento empezó a llover. El agua que arrollaba hacia mi boca, lavándome la cara, era salada. Una inyección de valium bajó el telón del primer acto a los pocos minutos. No volví a abrir los ojos ni hablar con nadie hasta que me sacaron del cuartel.
Más tarde me contaron que se habían pasado la noche en el monte, buscando a los muertos, buscando al enemigo.
Quince días en el hospital psiquiátrico de la ciudad, compartiendo techo y paseos por el jardín con locos y menos locos, esperando pasar el tribunal médico y otra semana en transeuntes aguardando el resultado.
Cuando abracé a la rubia creí que me iba a derretir. Follamos durante tres días seguidos sin salir de casa. Luego me dijo que mi llegada iba a modificar sus planes, que estaba a punto de escribirme porque tenía pensado mudarse. Miré alrededor y le dije que había convertido mi piso de alquiler en su casa, en un verdadero hogar, y es que ciertamente lo había redecorado y yo nunca había vivido en un sitio tan confortable y hermoso. ¿Y todo para irse con otro?
Entonces me explicó que no, que no era lo que pensaba, que había aparecido un trabajo nuevo, que si me acordaba de los locos en la calle, que los iban a soltar por fin, que estaban cerrando los malditos manicomios, esas enormes jaulas centralizadas, y creando centros de salud mental por todo el país, para tenerlos más cerca y accesibles. Que estaba culminando un máster en psiquiatría asistencial, o algo así, y como ya tenía la carrera de psicología terminada le habían ofrecido la dirección de uno de los centros de otra provincia en cuanto acabaran las obras, en un par de semanas, pero que, debido a mi súbita aparición, había pensado darme tiempo a mí para que decidiéramos juntos, las alternativas.
Yo pensé, vaya, otra que quiere alejarme de la electricidad.
Pero ella dejó el manicomio y se puso a trabajar en uno de los nuevos centros de salud de la villa, con algunos de los mismos pacientes y otros que le tocaban por la zona.
Y, por el momento, todo siguió igual.