jueves, 12 de junio de 2008

MEMORESCENCIAS 19

Era una bonita casa de dos plantas. Necesitaba algunas reparaciones, pero estaba lista para habitar. Y lo mejor de todo es que estaba situada en medio de una amplia finca cerrada. Totalmente solitaria.
Me interesé por su exnovia, la opositora de filosofía, mi primer amor, y me contó que había decidido terminar sus oposiciones, clavar los codos hasta que consiguiera enseñar filosofía en cualquier universidad del país, en lugar de seguirle en su aventura hacia el edén ibicenco, aventura de la que salió con una gonorrea y ninguna gana de continuar los estudios. Así que su papá lo había enchufado en la agencia de un amigo y no le iba mal del todo, parecía que tenía cualidades de vendedor. De ella no sabía nada.
Le dije que seguro, que muy bien se lo había vendido, después de tres años conviviendo conmigo de maravilla, para después dejarla tirada. Tirada a ella y tirado a mí. Y total para irse a la mierda y cambiar todos los proyectos que le habría metido en el tarro, como yo te voy a meter los tuyos en esta bolsa, pedazo de cabrón, para que no le comas la cabeza a nadie más.
Le espeté todo eso cara a cara y antes que se recuperara de la sorpresa le metí un cabezazo en la nariz y quedó medio desmayado. Luego le até pies y manos con cable eléctrico que había llevado de casa, junto con la bolsa de la basura que le amarré alrededor del cuello.
Me corrí mientras se retorcía en el suelo de la cocina.
En aquel tiempo no había móviles, ni registros en los teléfonos fijos, pero de cualquier forma le había llamado desde una cabina telefónica y habíamos quedado en vernos en la propia casa, porque se suponía que a mí me pillaba de paso para otras gestiones y prefería llevar mi propio coche.
Esperé hasta que soltó sus últimos estertores bajo la bolsa negra y limpié las huellas de todo lo que había tocado, suficiente para una época en la que el adn era cosa de novelas de ciencia ficción.
En el futuro debería ser más cuidadoso, me dije, y volví a la ciudad a buscar en otras agencias ese piso grande que necesitábamos para salir adelante y consolidar nuestro trabajo y nuestra hermosa relación. Ahora me daba cuenta de que aún amaba a la otra, de que le había pedido un hijo, pero a una edad tan temprana que quizá no lo deseara de verdad, quizá lo único que deseaba era un sustituto de aquel que había perdido, de aquel que vivía con mi hermana y al que no había vuelto a ver desde que se casó.
Por alguna razón estaba pensando en la vida, en una nueva vida, y caí en la cuenta de que nunca se lo había planteado a la anarquista. Quizá por miedo a perderla, a que no quisiera comprometerse, pero ahora estábamos cobrando estabilidad y pensé que sería el momento adecuado para hacerlo, al menos para tocar el tema.