lunes, 23 de junio de 2008

MEMORESCENCIAS 26

Nube blanca era profesora de filología inglesa. Gracias a ella conocí a los grandes poetas anglosajones: Blake, Byron, Keats, Dylan, Milton... e incluso me acercó a la obra del gran yanqui de todos los tiempos, Walt Whitman y su "Hojas de hierba", esa obra única y siempre inacabada.
Nos escribíamos a diario, mientras su vientre se iba inflando como un globo maravilloso en el que flotaba y componía la melodía de la vida un pedazo de mí.
Yo terminaría mi campaña semestral antes del parto y a ella le darían tres meses de permiso en la universidad, de modo que los dos íbamos a disfrutar del bebé desde el principio.
Cada dos semanas o tres me enviaba las cartas que llegaban de España, con noticias de esa familia que se mantenía unida a mí por un hilo de sangre, y algunos libros y revistas de literatura que luego le iba devolviendo.
Una de las cartas me sorprendió, alguien debió darle mi dirección de Londres, de aquel pequeño apartamento que entre la inglesa y yo habíamos transformado en un nido de amor.
Era de la psicóloga. Me pedía perdón y me rogaba que aceptara su amistad. Sabía de mi nueva relación, sabía de mi retiro espiritual a los mares del norte y sabía que esperaba el hijo que ella no había podido darme.
La consulta iba muy bien, estaba haciendo un trabajo muy interesante y la clientela aumentaba cada semana.
Seguía sola, no se había atrevido a buscar una nueva pareja, a pesar de saber que a muchos hombres no les interesaba demasiado la paternidad y me pedía que le escribiera y le contara de mi nueva vida.
Desde ese día comenzamos a escribirnos casi a diario, directamente desde la plataforma, a pesar de que el correo fluía lento desde el mar al otro lado del pirineo y tardaba más de una semana en llegar.
Esa mujer me seguía queriendo y en ese momento era incapaz de separarlas, a las dos, a la madre y a la intelectual con quien había soñado vivir. Se fusionaban ambas y comencé a pensar en la posibilidad de convivir los tres juntos, en un triángulo que suponía tan imposible como maravilloso.
Las brasas de las comunas ibicencas se iban apagando y brotaban otros fuegos que devoraban los restos de cualquier utopía que los años setenta hubieran podido imaginar.
Sin embargo, con cada carta, la idea iba cobrando más vida en mi cabeza y enseguida comenzaría a elaborar las estrategias necesarias para salirme con la mía, al fin y al cabo, como siempre.
Pero aún me quedaban más de cuatro meses para terminar la que sería mi última estancia en la plataforma, a pesar de que me había convertido en el rey, el gerente había delegado nuevamente en mí en vez de contratar a un ingeniero desconocido y me había acostumbrado fácilmente a la soledad, a la monotonía vital de aquel lugar perdido entre las olas.
Sería en realidad mi última etapa como trabajador técnico, pues en adelante volvería a dedicarme al trabajo social, a la configuración triangular y a la limpieza ética y estética que se cruzara en mi camino.
Me había convertido en un hombre, sabía lo que quería, conocía mis limitaciones y nadie me podía parar.