jueves, 19 de junio de 2008

MEMORESCENCIAS 24

Nube blanca era curvilínea y blanca como la leche. Todo su ser emanaba ternura y una maternidad tan grande que me sobrecogió. La conocí un una taberna irlandesa, en Londres también hay tabernas irlandesas, por mucho que les joda a los ingleses, en una noche de música en directo y cerveza hasta reventar.
Era mi primera noche de fiesta alejado de la plataforma, después de trabajar seis meses seguidos sin ver otra cosa que el mar y mis propios pensamientos.
Había adquirido un inglés aceptable y no me fue difícil entablar conversación con ella y requisarla para mi disfrute durante el resto de la noche, a pesar de las miradas envidiosas de los nativos, porque la tía estaba buenísima. Que se jodan, le contesté a ella cuando me dijo que la reclamaban sus amigos para bailar. Y se quedó conmigo. Y se jodieron, sin más. Había entablado con ellos una cierta amistad distanciada, digamos que la imprescindible para convivir pero sin que se hicieran ilusiones. Y me respetaban. Al fin y al cabo yo era el único que podía hacer que las bombas trabajaran noche y día sin descanso, extrayendo el oro negro que pagaba sus hipotecas, o embarcarlos en problemas sin fin e incluso hundirles la plataforma si me salía de los cojones. Así que me respetaban, vaya si me respetaban. Y mucho más después del desagradable accidente en el que había muerto el ingeniero de mantenimiento a los pocos meses de llegar yo, mientras estaba de guardia controlando el correcto funcionamiento de las cuchillas perforadoras.
Un ruido anormal le hizo bajar desde la sala de control, era como si algo se hubiera enganchado. Un empujón mío le hizo engancharse también y terminó triturado, excepto la cabeza que milagrosamente se había desprendido y rodado hacia un lado de la plataforma. Me corrí mientras volvía a mi camarote, recordando su cabeza rodar como una maldita pelota xenófoba y racista que no me había dado un segundo de tregua desde que me incorporé a la empresa.
Hablaron primero de traer a otro ingeniero, pero yo había estudiado los planos en mis horas libres y durante la ejecución de pequeñas reparaciones y mantenimientos preventivos. Tras una corta pero fructífera entrevista con el gerente le convencí de que podíamos esperar al siguiente reemplazo de personal para contratar a otro, estábamos a mitad de la campaña y conocía perfectamente el funcionamiento del sistema. Eso sí, con un ligero aumento de sueldo. Me contestó que parecía cierto por las referencias de otros compañeros y que recibiría el mismo sueldo que mi jefe, pero también las mismas responsabilidades. Si la cagaba podía darme por despedido.
Así que apareció un helicóptero para llevarse al muerto esa misma tarde y yo seguí con mi trabajo, un trabajo con el que además del respeto me gané el prestigio profesional entre mis compañeros.
De manera que nadie se molestó demasiado cuando me tomé la exclusiva de nube blanca. Yo, por mi parte, no la volvería a soltar en mucho tiempo.
Era, además de bella y carnal, la matrona que siempre había anhelado para sembrar mis vástagos. Mi amiga rondaba los veintisiete y enseguida nos pusimos de acuerdo para empezar a procrear.
Curiosamente, tras largos meses de meditación, así de largos me habían parecido en medio de aquella monotonía que nos envolvía, había vuelto a caer en las mismas obsesiones, pero ya no me parecían tales, sino una fuerza que me impulsaba a vivir y me hacía más fuerte cada día. A mis veinticuatro años me sentía como un árbol robusto meciéndose con sabiduría al viento y deseoso de ofrecer todos mis frutos.