viernes, 6 de junio de 2008

MEMORESCENCIAS 15

Al hermano mayor de mi padre lo fusilaron los nacionales. Se había tirado al monte, con los maquis, con la resistencia española contra el fascismo, pionera en la Europa nazi floreciente, pero no le sirvió de mucho.
Miembro relevante de la cnt y bien conocido en un pequeño pueblo marinero, sus enemigos no tuvieron problemas para identificar a toda su familia. Detuvieron a mis abuelos y lo amenazaron con fusilarlos a ellos si no se entregaba. Y se entregó.
Mi padre tenía apenas veinte años cuando concluyó la guerra, no se había enterado de nada y dedicaba las noches a robar patatas en las huertas más grandes para alimentar a la familia.
Alguien les dijo, a mi familia, que estaba en el punto de mira, por lo de su hermano y porque eso de los rojos era contagioso y no se fiaban de él. Y alguien les recomendó que se enrolara en la legión africana, que era la forma de lavar sus "pecados" y obtener el perdón.
Así que mi padre se alistó a la Legión para que no lo mataran y se convirtió en novio de la muerte durante cinco años en Sidi Ifni. Y no se casó con ella de puto milagro, porque unas fiebres tifoideas estuvieron a punto de matarle, que no los moros, los pobres, tan famélicos y asustadizos.
Pero sí le dejaron secuelas, las fiebres: bronquitis crónica y medicación de por vida. Enfermedad que se agravó al retornar.
Para él el clima del norte era mortal por la humedad, sobre todo en invierno, pero cuando se quitó el uniforme y se puso a trabajar no se le ocurrió cambiar de mundo. Allí siguió con los suyos. Y cuando se casó con mi madre, a pesar de saber que estaba enferma de asma debido a la alergia que tenía a ese mismo clima, tampoco se le ocurrió largarse a otro sitio.
Eso es fidelidad a la patria chica, la de mi padre. Y los dos tosían juntos y esputaban a la vez durante los largos inviernos en orinales paralelos, siempre con un poco de agua en el fondo para que no se pegaran, los esputos, aunque sólo hacía falta hasta la primera meadita de medianoche, pues cualquiera se atrevía a ir hasta el baño con aquel frío y sin calefacción en la casa. Y sólo para mear.
Nunca fui capaz de comprender su estupidez, su parálisis, su miedo a dejar atrás aquellas tierras tan insalubres para ellos. Envejecieron enfermos, cada vez más jodidos, apegados a una vida miserable que podían haber realizado en cualquier otro lugar, y más considerando que mi madre era mesetaria y tenían familiares que pudieran haberles ayudado a arrancar alejados de la humedad y de la niebla.
Envejecieron mal y murieron peor, a temprana edad, sufriendo, víctimas de su necedad, de su ignorancia, de la miserable ineptitud de los médicos y de los escurridizos servicios asistenciales que les brindaron a lo largo de su corta vida, incluidos los de sus cuatro hijos.