domingo, 15 de junio de 2008

MEMORESCENCIAS 22

Llega un momento en la vida de una persona en que tiene que elegir entre ser un títere más de la gran comedia o de la gran tragedia humana, según le toque, o tomarse la vida en serio, otear el horizonte, pensar que lo que tiene delante no es más que una pura geografía casual e intentar encontrar otros mundos donde llegar a ser.
Hayas nacido en un lado u otro del mundo, donde no tienes nada o donde te lo dan todo regalado, has de elegir.
Y a mí me había llegado el momento. O me ponía a buscar a los putos violadores que le cercenaron la existencia a mi compañera y los mataba a todos, uno a uno, porque cuando se hace algo así a lo dieciséis o diecisiete años ya nada va a cambiar para que dejes de ser un hijodelagranputa para siempre y sigas armando de las tuyas y saliéndote con la misma, a salvo de las leyes de los hombres y de los propios dioses. Sabía por experiencia que cuando aprendes a librarte vas a seguir haciendo lo mismo y jodiéndole al mundo de una manera u otra. Siempre vas a repetir, porque es la propia sociedad la que te ampara o la que es incapaz de reconocerte como verdaderamente eres, y eso hace que te partas el culo de risa y sigas en tus trece.
Y de repente, me vi a mí mismo haciendo balance de mi vida, había hecho lo que me había dado la gana, me había salido con la mía, había conseguido ciertas parcelas de felicidad, pero por una u otra razón no había cosechado nada.
Era como si todo se volviera contra mí, como si se pudrieran las semillas en mis manos y mi esperanza de eternidad en el amor o en los hijos hubiera quedado abortada, en el sentido literal de la palabra.
¿Era incapaz de dar vida, de ofrecer la vida, de crear una nueva vida y poder disfrutar de ella, verla crecer y convertirse en algo nuevo y valioso?
Decidí dejar de matar. Y decidí dejar de amar, porque si tan ligados estaban en mí lo uno y lo otro, no sabía en ese momento cómo separarlos.
Y sobre todo, decidí irme lejos, muy lejos, donde los recuerdos del amor y de la muerte no me pudieran alcanzar.
Así fue como abandoné a mis paralíticos cerebrales y busqué trabajo en una plataforma petrolífera del mar del norte, por supuesto como oficial de mantenimiento eléctrico.
Seis meses de reclusión absoluta, sin sexo, rodeado de hombres que buscaban cosas tan diferentes, pero a la vez con cierta proximidad.
Dejé a cada uno de mis seres queridos con su vida, les deseé buena suerte y me fui como un monje ermitaño a buscar dentro de mí mismo las respuestas que no terminaba de encontrar afuera, rodeado de los demás, desconcertado por las propias vidas de aquellas personas que había sentido tan cercanas y que con absoluta certeza no tardarían en olvidarme a toda velocidad.