sábado, 21 de junio de 2008

MEMORESCENCIAS 25

Cuando nube blanca y yo llegamos al lecho de muerte de mi madre, la encontramos ya moribunda, con esa claridad excepcional de los que están a punto de irse. No sólo me reconoció, sino que me llamó por mi nombre y me recordó un pequeño acertijo que me había contado desde niño y que probablemente ella había escuchado siendo niña también: ¿verdad que en el castillo de la Mota los reyes pasaban por debajo?...
Sí, mamá, le contesté, y la abracé con el que parecía iba a ser su último abrazo. Expiró entre mis manos y en ese momento sentí un gran alivio por el dolor que terminaba para ella, madre descansa en paz, se acabaron los estertores, ya no necesitarás respirar nunca más.
Mi padre iba tirando, con su enfisema a cuestas, apenas bajaba a la calle porque le costaba medio pulmón subir las escaleras hasta el cuarto piso, aquellas construcciones del franquismo carecían de ascensor.
Así que en adelante un día unos y otro día otros le irían haciendo las compras y los recados que necesitaba, sobre todo el pequeño, que ya había vuelto de su campaña de aviación en el ejército y ahora se dedicaba a trapichear chocolate y cargar cajas de pescado en la rula del puerto para amigos y conocidos pescaderos. Le llevaría su tiempo encontrar un empleo decente después de tanta dedicación castrense.
Mi hermano mayor ya se había instalado con su belga en su piso nuevo, en una buena barriada con ascensores y enseguida había conseguido un buen empleo en el mejor concesionario que la Peugeot disponía en la zona.
Entre el trabajo y el cuidado de los dos niños pequeños, poco tiempo les quedaba para colaborar, pero cada dos o tres semanas le hacían una visita para que viera los nietos y de paso le llevaban algunas compras más pesadas que cargaban en su flamante mercedes de importación.
Mi hermana pasaba poco por allí. Aunque todo queda en familia, hay cosas que no se olvidan, y más si la vida te ofrece la oportunidad de cambiar de escala social, de mundo, abandonar los barrios suburbiales y cubrir con un tupido velo tu memoria.
Yo me iba enterando de todo esto por alguna carta que recibía de unos y otros, porque tras el entierro de mi madre me largué por donde había venido, con mi nube blanca del brazo, que por cierto ya se encontraba embarazada, hacia las nieblas londinenses y las plataformas del mar del norte.
Se estaban agotando mis vacaciones.