martes, 10 de junio de 2008

MEMORESCENCIAS 18

De modo que una noche nos sentamos tranquilamente la rubia y yo en el sofá, después de cenar, y decidimos resolver nuestros destinos. Ella estaba quemada de empastillar a sus pacientes, algunos de los cuales incluso habían abandonado la medicación y el centro. En su fuero interno seguía siendo una antipsiquiatra militante, y sufría con todo lo que estaba viendo.
Me había esperado tres años, a que yo terminara mi especialidad, y era el momento de unir esfuerzos y alzarse en una causa común, seguramente lejos de aquella pequeña ciudad.
Su intención era abrir una consulta psicoanalista en una ciudad mayor de trescientos mil habitantes y empezar a realizar un trabajo serio con sus pacientes. Yo, por mi parte, podría conseguir una tarea de asistente o educador social en cualquier lugar con un poco de empeño y abandonar definitivamente mi profesión de electricista.
Nos pusimos de acuerdo rápidamente, creo que ninguna persona me ha ayudado tanto a organizar mi vida y hacer con ella algo valioso. Y a cambio había rechazado un puesto de dirección, muy bien remunerado, aunque ahora estuviera convencida de haber acertado. Yo, en principio, me sentía agradecido doblemente, por su espera y por todo el amor que me había regalado. De modo que le pasé el bastón de mando y me dejé llevar, a donde ella eligiera.
Al final convinimos que sólo tendríamos que movernos unos kilómetros, la ciudad más grande no quedaba lejos, nos gustaba a los dos y yo la conocía perfectamente de patearla en busca de obra eléctrica primero y debido a mis prácticas con los presos después.
A la mañana siguiente me encargaría de buscar un piso adecuado en una calle bien concurrida, un piso grande que nos sirviera de vivienda y consultorio a la vez. Con los ahorros que teníamos estábamos en posición de alquilar un buen local bien situado y vivir de esas reservas durante unos meses. Y luego a esperar que la cosa marchara bien.
Yo, mientras tanto, me pondría en contacto con los servicios sociales y esperaría que surgiera alguna vacante, algo que no veía difícil porque estaban en plena expansión. Había trabajado en ocasiones con los mismos responsables durante mis prácticas y estaba seguro de haber dejado las puertas bien abiertas.
Y entonces me acordé del agente inmobiliario, el exhippy de la tarjetilla, el muy hijoputa, por la mañana iba a recibir una llamada mía en su teléfono. Estaba buscando una casa de campo en las afueras, de compra o de alquiler, pero sin vecinos cerca.