miércoles, 9 de mayo de 2007

ATEISMO


ATEÍSMO


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El concepto de dios surge del miedo. Del miedo a lo desconocido: ¿volverá a brillar mañana el Sol o será ésta una noche eterna? ¿desapareceremos después de nuestra muerte o existirá otro lugar donde seguir siendo? El hombre crea un dios todopoderoso, capaz de devolverle el brillo de los astros cada día, y crea un dios sobrenatural y trascendente para convencerse de que existe otro lugar donde ir a parar al morir, si no con sus huesos, al menos con todo ese edificio espiritual levantado con la argamasa de sus emociones, de sus recuerdos, de su psiquismo. Un edificio energético que él piensa personal e intransferible y que intuye, como cualquier otro tipo de energía, transformable, pero no destructible.


La idea de dios es inmanente al hombre. Si éste no existiera, jamás habría sido concebido un creador, un dios salvador, porque para poder pensar en él, primero es necesario pensarse a sí mismo, conceptuar y evaluar el medio que te rodea, presiona y condiciona, y por último llegar a la impotencia y el miedo: miedo al rayo, a las inundaciones, a la sequía, a las erupciones volcánicas, a los terremotos, al huracán, a la enfermedad, a la noche, a la soledad... miedo a lo imprevisible, a fuerzas tan poderosas como incomprensibles. Y miedo, sobre todo, a la muerte.


A medida que la investigación científica va explicando el origen de todos estos fenómenos y haciéndolos llegar al conocimiento general de los pueblos, a medida que dichos conocimientos pasan a formar parte de su legado cultural a las nuevas generaciones, el hombre común se aleja de la superstición y abandona sus miedos ancestrales. Minoritariamente, en las sociedades científicamente más avanzadas y con acceso a una ilustración humanística, llega incluso a aceptar su temporalidad, la fugacidad de su paso por la vida, la inabarcable vaciedad de su muerte, pues sabe que es la única manera de superar el último de sus miedos: el temor de dios. En este mismo instante nace un hombre libre.


Viene a decir García Viñó, en su excelente ensayo “El soborno de Caronte”, que el ateísmo resulta un pensamiento demasiado radical como para no necesitar explicarlo. Bien, ¿y el agnosticismo? ¿no lo necesita? Pienso que los agnósticos son como algunos demócratas de urna cada cuatro años: no creen, pero por si acaso. No existe postura más cómoda que evitar definirnos claramente sobre un concepto que supera nuestra capacidad intelectiva. Ni más natural, sobre todo si nos va en ello la muerte. Pero creo que al menos deberíamos intentarlo.


Dios es un concepto invocado por la razón, por la capacidad de raciocinio, en un momento en que el hombre carecía de conocimientos precisos para explicar su entorno y los fenómenos naturales que condicionaban su existencia, así como para explicarse a sí mismo y paliar de alguna otra manera sus dudas y sus miedos. Si aceptamos que sin el hombre jamás habría sido pensado un creador, deberemos transferir éste a la inmanencia humana y no a una trascendencia universal. Asimismo, dado que el hombre ha creado tantos y tan dispares dioses a lo largo de su Historia, sería lógico transferir esa inmanencia a cada grupo cultural. Y debido a que no existe más que en la mente de cada ser humano y cada individuo idealiza a dios a su manera, concluiremos afirmando que dios es una abstracción mental inherente a cada cual, a la más pura individualidad psíquica de cada persona.


Pues bien, el ateo, sencillamente, mata a ese dios que habita en su interior y se erige en dueño y señor de su propio ser. Se alza libre de él y de todos los temores doctrinales que por tradición le habían inculcado durante su formación sociocultural. El ateísmo ha estado ligado con frecuencia al concepto de acracia porque ambos poseen idéntico significado: la liberación de cualquier poder, de cualquier dependencia, de toda esclavitud. En este caso un poder sobrenatural, totalitario, absolutista. El ateísmo nos hace libres y verdaderamente responsables de nuestros actos y de nuestros destinos, pues ambos dejan de estar en manos de una divinidad ineluctable.