martes, 28 de agosto de 2007

ALBORADA



ALBORADA



Las pequeñas parcelas, delimitadas por zarzales y muros de piedra, denotan una explotación agraria minifúndica, una propiedad del suelo diseminada y limitada a modestas haciendas ganaderas y cultivos exclusivamente familiares. La hierba está muy alta, a punto para que las guadañas la quiebren por su base. Con ella caerán también las amapolas que hoy salpican levemente de rojo el verde jugoso de los prados.


Al fondo, las montañas enmarcan un paisaje de primavera que se agota. Por encima, un sol agonizante proyecta sus rayos contra los ventanales. Penetran a través del cristal y se unen al monocorde traqueteo del ferrocarril para provocarle un sopor pegajoso y volátil que lo sume irremisiblemente en un plácido letargo. Las imágenes pasan sin consistencia alguna, en una sucesión caleidoscópica: pomaradas, campos alfombrados de margaritas, rosas florecidas entre los arbustos, se amalgaman con los recuerdos en una absurda mezcolanza de colores y formas.


Cree verla caminar entre los manzanos, luciendo un vestido de novia, de blanco virginal, y tenderse después sobre las flores, solícita, amorosa, esperando a su amante, esperándolo a él. Se ve a sí mismo despojando de una rosa blanca al rosal para ofrecérsela. Siente un pinchazo agudo, y luego otro, y de sus manos comienza a brotar sangre, una sangre muy roja que tiñe el blanco níveo de su ofrenda. Se dirige hacia ella, dejando tras de sí un rastro ensangrentado; mas al tender su mano tan sólo encuentra el lecho.


La idea de perderla le produce un extraño vértigo. Se despierta, intenta abrir los ojos, pero la luz inunda sus pupilas y le obliga a cerrarlos. Ahora está convencido de haber acertado con su decisión...




El Sol se oculta tras los riscos de poniente. Bajo la tenue luz crepuscular, el valle asemeja una mullida alfombra salpicada de añejas construcciones. En su centro, como cada día de San Juan, se levanta un año más el entarimado de madera. Los músicos ultiman los preparativos para dar comienzo a la verbena. María escucha los primeros acordes de afinamiento. La atraviesan, inquietan su ánimo y aceleran su corazón ante el temor de una cita frustrada. Mira su reloj. Casi tres horas de retraso.


A su alrededor, niños corriendo y jugando en medio del gentío, conversaciones en tono alto y festivo, risas y chorros de sidra estrellándose en el interior de los vasos. En un extremo de la plaza, una gran pila de cartones, cajas y muebles destartalados preparada para la quema de las doce. Anunciará el final del día más largo del año, en homenaje al Sol, rasgando con una luz humana las oscuras entrañas de la noche.


Las miradas de los mozos recorren nerviosas los corros de muchachas, en busca de una sonrisa cómplice que prometa aceptarlos como compañero de baile. María escruta con ansiedad las manecillas. Una de las tres amigas que forman corro con ella, se percata y se burla sin malicia. Lucha por contener las lágrimas que anidan en sus ojos, prontas a desbordarse. Sólo ella sabe que si Juan no acude a esa cita, todo habrá terminado entre los dos. Rumbas y pasodobles sobre yerba recién cortada. Huele a verde, a un verde húmedo mezclado con aroma de manzana fermentada y sudor de macho en celo. María no baila. Sólo espera. Espera y piensa en él, en su olor, en sus caricias atrevidas y certeras -tanto tiempo reprimidas por ella- en el contacto de su piel, de su sexo...Le parece imposible que desaparezca para siempre de su vida, así, como en un feo despertar de un sueño que cada vez se le antojaba más real. Precisamente ahora, tras haberse entregado a él por completo, harta de soportar su acoso durante más de un año. Juan nunca se retrasa. Su madre tiene razón: "Todos los hombres son iguales. Todos persiguen lo mismo. Anda con cuidado. Recuerda cómo se casó tu hermana, deprisa y corriendo. A ver si al menos tú llegas entera al matrimonio. No te dejes engañar... "


Se prometieron amor eterno. Incluso habían hablado, durante los últimos meses, de boda, de hijos, de compartir sus vidas. Eso sí, él dejó bien claro que mientras no terminara la carrera no se casarían. Todavía le faltaban dos años, si estudiaba con tesón y no repetía ninguna asignatura. A ella le parecían una eternidad. Deseaba abandonar cuanto antes el campo, las labores ganaderas, y compartir con él su proyecto de alcanzar un trabajo digno y una buena posición social. No comprendía muy bien el significado de dichas aspiraciones. A decir verdad, cuando hablaba de esas cosas no le entendía en absoluto; pero se imaginaba en un confortable hogar, equipado con los electrodomésticos más caros y avanzados, o paseando por las calles de la ciudad, luciendo los modelitos de temporada, esos que aparecen en las "revistas del corazón", siempre realzando los encantos de otras.


María también es hermosa. Muy hermosa. Y ella lo sabe. Ha repartido "calabazas" entre la mayoría de los mozos del pueblo. No se resigna a ser una aldeana durante toda su vida, como su madre, como su hermana. Ambiciona escudriñar horizontes más amplios y sugestivos. Por eso es tan selectiva. Hace mucho tiempo que dejó de bailar con los chavales del pueblo. Y a los foráneos los despedía en cuanto descubría que eran campesinos. Juan se convirtió rápidamente en su norte. Colmaba todos sus anhelos: esbelto, bien parecido, culto... y un futuro ingeniero. Por fin la vida adquiría sentido .Y se enamoró, con un amor apasionado que poco a poco fue minando sus defensas hasta postrarla a los pies del deseo, del gozo, del verdadero amor.


Y ahora, de repente, su "príncipe azul" se desvanece y el castillo se transforma nuevamente en arena. Ya no vestirá los trapitos de moda. Se siente condenada a ocultar su belleza bajo aquellas ropas ajadas y anacrónicas, la mayoría heredadas de su hermana, y al igual que ésta, empujada a casarse con algún palurdo del pueblo que le hará trabajar como a un animal más de los establos, suponiendo que alguno la acepte tras haber sido cortejada por un novio durante tanto tiempo. Y, además...


María no baila, sólo espera. Mira su reloj. Una lágrima inunda el cristal de la esfera. Se aleja del gentío y cobija su intimidad bajo un roble centenario. Y llora, llora con amargo desconsuelo, su rostro en contacto con la corteza, entregando su sal a la tierra mientras el carrusel continúa girando y sus amigas bailan a ritmo de rumbas y pasodobles.




Media docena de vacas pastan en una finca. Empiezan a verse algunas casas aisladas. Siluetas humanas perfiladas sobre tierra desnuda, arada recientemente. Un perro pastor se separa de su amo para perseguir al tren. Le ladra con rabia, tratando de ahuyentar a un intruso grotesco que parece darse a la fuga. Se para en la linde y vuelve orgulloso la vista hacia su dueño. Los postes del tendido eléctrico tardan más en pasar. Un silbido agudo y prolongado le devuelve plenamente la conciencia. El Sol, casi oculto por completo, ya no molesta a sus ojos. Una construcción de planta baja. Varias puertas. En una de ellas un letrero: "Muros de Nalón" . A lo lejos, majestuoso, un caserón indiano. Detrás, las montañas, siempre las montañas dominando el paisaje, erguidas bajo un añil limpio, inusitado en esta tierra de nubes y lluvias celestiales. El tren se para. Un hombre se apea y abraza a una mujer que paseaba por el andén. Se besan. Una lágrima resbala fugaz por su mejilla. Bonito rostro, a pesar de ello. Y bonitas piernas. Las observa, pero piensa en las de María, mucho más asequibles. Piensa en el poder de las mismas, en la manera que lo están arrastrando, contra toda lógica, hacia la más servil veneración. Se levantan ante él, tal dos grandes pilares sustentados por los cimientos de la belleza y el amor, invulnerables a los consejos de su padre o a las opiniones de sus amigos. Ni siquiera un glorioso futuro aguardando la culminación de sus estudios, parece amenazar la estabilidad pétrea de esos muslos.


El tren se pone en marcha. La pareja avanza por el andén, ella aferrada al brazo del hombre. Sus piernas, sus caderas, se van estrechando hasta formar una linea difusa en la lejanía. Los labios de Juan dibujan una sonrisa irónica. Se pregunta qué tipo de influjo irracional le ha obligado a tomar ese tren y dirigirse a su encuentro, tras haber dejado partir el anterior. Pero aún está a tiempo. En realidad resulta muy sencillo apartarla para siempre de su vida, recuperar las riendas y olvidar aquel escabroso asunto. Basta con no acudir a la cita. Ella comprendería. Debe decidir con premura. Su destino es la siguiente estación.... El corazón comienza a latirle aceleradamente, como al contemplar la marcha del primer tren, y siente de nuevo el mismo extraño vértigo.




María recuerda entre sollozos la breve y tirante conversación mantenida el domingo pasado:


-Mira, Juan, no quiero ir a ese sitio. Ni a ese ni a ningún otro. Tengo tanto miedo de hacerlo, como de contárselo a mis padres. Pero no estoy dispuesta a abortar.


-María, por favor... ¿cómo puedo hacerte comprender que no es el momento adecuado?... He de terminar mi carrera. ¿Quieres que me ponga a trabajar y tire por la borda todos estos años de duro esfuerzo? ¿que renuncie a mi futuro?...


-Tu futuro está aquí, en mi vientre, y tú pretendes matarlo. Eres libre, Juan... Yo he decidido ya y no pienso cambiar de idea.


-Te quiero, María, pero me pones entre la espada y la pared. Mis padres no quieren ni oír hablar del asunto. No están dispuestos a ayudarme si decido casarme. Han depositado en mí toda su ilusión, toda su esperanza... No sé cómo acabará esto. Necesito pensar con claridad. Hasta el próximo sábado, a las siete, donde siempre...


Ni siquiera la besó al despedirse. Fue un adiós seco, distante... Un adiós que la dejó sin habla. Y sin decir palabra, lo vio alejarse camino del apeadero, con su americana de domingo, sus pantalones a juego, la raya bien planchada, el porte regio, la espalda ancha...


-María, ¿qué haces aquí llorando como una tonta? Anda, vuelve con nosotras...


-Voy en seguida, Gloria. ¿Tienes un pañuelo?...


-Toma. Y alegra esa cara, chica, que no se para el mundo porque te den un plantón. Vamos a bailar y a pasarlo bien. No todos los días es fiesta.


Retorna al grupo, pero no baila. Sólo espera. Gloria la mira con desaprobación cada vez que rechaza una oferta de baile. María sonríe con tristeza. Su nariz y sus ojos brillan, húmedos y enrojecidos aún, bajo las luces de colores recién prendidas. Alguien sujeta su brazo por detrás, invitándola a bailar. Ella se suelta bruscamente, sin volver la mirada. El chico insiste y la aferra con más fuerza. María gira su cabeza, dispuesta a enfrentarse a él.


-¡Juan!...


Se miran fijamente a los ojos. Ella cree leer en ellos una frase de amor. El sostiene su mirada y descubre, en ese mismo instante, dónde radica el poder de su misterioso encanto. No sólo en sus piernas. La mira de arriba abajo y esboza una sonrisa que a María le recuerda una alborada. No hacen falta palabras. Se besan con ternura.


Camino del maizal, hablan de matrimonio, de hijos, de trabajo... Juan le acaricia el vientre y piensa que a su lado quizás no importe tanto ese futuro programado por él, o por otros, no está muy seguro. María sueña de nuevo, mas no con vestidos de moda y cocinas de lujo, sino con permanecer eternamente entre sus brazos, aunque para ello haya de convertirse en un animal más de los establos.


Ahora hacen el amor. Más tarde danzarán alrededor de la hoguera, embrujados por el resplandor de las llamas, ajenos a la realidad que los circunda, abrazados a algún sueño lunar. La vida sonríe. Hoy es fiesta, también para ellos dos.