lunes, 6 de agosto de 2007

ISLA GRANDE



ISLA GRANDE





Los presos de Isla Grande no tienen barrotes ni aretes ni cadenas que sujeten sus pies. Su cielo se alza libre con cada amanecer y su mar se derrama en innúmeras estelas doradas al ocaso, tantas como sendas ofrece la Vida, tantas como vidas ocupan el lugar.


Los presos de Isla Grande carecen de destino. Sus días crepitan en la hoguera de los sueños, que arde desde que el tiempo es hombre sobre la cumbre de la torre piramidal, vigía de sus pasos absurdamente ciego.


Los presos de Isla Grande se hacinan solitarios en los grandes estadios para cantar su ira a los dioses olímpicos e imprecar al poder de la arbitrariedad con gritos impotentes. Olvidaron que un día sus músculos de acero vibraron como alas de titánicos héroes, capaces de soportar el peso de la Tierra o variar el rumbo fijado a las estrellas.


Los presos de Isla Grande no tienen memoria. Tampoco recuerdan que una vez fueron libres y se soñaron grandes navegantes de rutas consteladas y aguerridos piratas patapalo abordando las naves del Imperio. Ni siquiera recuerdan quiénes fueron. Escuchan la canción del mohecín a la caída de la tarde y retornan sombríos a sus celdas, a esperar instrucciones para salir al alba de un nuevo repetido despertar.


Los presos de Isla Grande no creen en el amor. Una abyecta moral hurtó sus cuerpos y ahora vagan impasibles por los patios, ajenos a la piel y a los sentidos. Cicatrices como cuerpos taponaron sus poros un olvidado día, pero la muerte sigue y no es cosa de volver a aquel ahogo, a depender de otro para sentirse vivo y poder respirar.


Los presos de Isla Grande no pueden ver el cielo ni la tierra ni el mar. Menos aún el amor. De tanto mirar hacia la cumbre les cegó el fuego fatuo de sus sueños ardiendo en la pirámide que levantara un día su propia vanidad. Los presos de Isla Grande no saben que lo están.