lunes, 13 de agosto de 2007

CIEN AÑOS DE SOLEDAD



CIEN AÑOS DE SOLEDAD


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Dos arquetipos humanos, los Aureliano y los José Arcadio, el intro y el extro, el místico y el aventurero, que convergen, se confunden y complementan en algún punto de una espiral tan absurda como la vida misma. No hay personaje objetivo. Tan sólo un pueblo, Macondo. Un pueblo que se mira cada generación en el espejo, a cada vuelta de esa espiral mágica y delirante. La vida es circular, las caras son las mismas a pesar del cambiante decorado. La necedad humana, la insatisfacción innata, la búsqueda perpetua como único destino, una búsqueda estéril que tan sólo termina con la muerte, con la muerte física, con la claudicación a la vida, con la paz interior, con un viaje de lúcida locura al ser expelido fuera de la espiral.


Tan sólo un pueblo, Macondo. Un pueblo que no puede terminar de otra manera su viaje circular y alucinado. No puede terminar de otra manera que sucumbiendo a sí mismo, autodestruyéndose, perdiéndose en la nada, expelido también fuera de la espiral, fuera del tiempo.


Disección pesimista, poema apasionado, sabia premonición, mágica visión de una realidad tan inevitable como inconcreta, “Cien años de soledad” no es la historia de una saga familiar a pesar de su aparente cadencia de culebrón americano. No es la historia de los Buendía y ni siquiera es la historia de Macondo. Es la historia del hombre y de su propia inmolación. En el vórtice de la espiral-tornado, como punto de fuga, la soledad, la soledad humana, la sola soledad sobre la tierra.