viernes, 17 de agosto de 2007

SOBRE LA SOLEDAD



SOBRE LA SOLEDAD




Viajamos solos. Madurar es aprender a estar solos, entre la multitud o en el desierto. Es aprender que nuestro viaje a ninguna parte se inicia desde la soledad uterina y termina con el último latido en soledad, sin que nada ni nadie pueda consolarnos porque la primera y la última luz de nuestra conciencia se ciernen sobre nosotros mismos, nos obligan a pensar exclusivamente en nosotros, la una para sorprendernos con el sentimiento de nuestra propia existencia y la otra para convencernos finalmente de nuestro efímero y azaroso paso por la vida. El morir, como el nacer, a todos nos iguala porque nacemos y morimos de la misma manera: con el primer aliento y el último latido en soledad.


La distancia entre ambos puntos, eso que llamamos la vida y que tan diferente nos hace a unos de otros, es tan sólo producto del azar. Del azar y de nuestra capacidad para estar solos. Aterra al hombre contemplar la inmensidad del Universo y sentirse tan diminuto y vulnerable al caos creador: bastaría el coletazo de un cometa para borrarlo de la faz de la Tierra. Es por ello que levanta luminosas ciudades que ocultan las estrellas y se arrebaña y juega al juego antiguo de no sentirse solo ante el abismo.


Y porque nos preocupa el estar solos creamos vínculos y nos cargamos de cadenas que juramos de fiel y perpetua alianza, mentirosos perfectos que somos pues sabemos desde los primeros pasos que el camino no es único sino se abre como el delta de un río en múltiples estelas acuosas, donde soplan las ráfagas de un viento renovador que nos arrastra cuando menos lo esperamos hacia nuevos escenarios, nuevos paisajes, nuevos rostros donde espejarnos y sentir que realmente estamos vivos.


Esas cadenas convierten las relaciones humanas en un puro chantaje, un mero antídoto contra la soledad. Y les ponemos reglas, normas inamovibles que nos hagan sentirnos más seguros, que nos aten con fuerza a un suelo conocido porque volar es libre y el pájaro no sabe de trampas ni de abismos y ni siquiera sabe que al fin ha de morir.


A quienes no interesan tales reglas ni el suelo yermo que espléndidos cedemos sino prefieren hollar otros parajes, lejos del soporífero calor de la manada, les colgamos del cuello el cartel de la locura, del soñador idiota, y levantamos frente a ellos altos muros de desprecio y desconfianza para evitar su contagiosa y a la postre envidiable manera de vivir.


Por temor a morir en soledad nos aniquila la tarde cada día que dejamos de vivir como soñamos y por temor a nacer solos con cada amanecer, hacemos de la vida una mentira.