jueves, 30 de agosto de 2007

LLUVIA





Su imagen me persigue: ella sola llena toda mi alma. Cuando cierro los párpados, distingo claramente sus ojos negros; si duermo, los veo también: siempre están allí, siempre fascinadores como el abismo.



"Penas del joven Werther"(Goethe)



LLUVIA





A través de una ventana de la vieja estación, observo desconcertado la lluvia, la misma lluvia que tanto he aborrecido siempre y que ahora me produce de improviso una sensación agradable, a pesar de caer con furia sobre el andén.


Al otro lado del cristal, el agua crea caprichosos senderos que confluyen a veces inesperadamente en un único cauce. Quizás como nosotros, pienso. Y asalta mi memoria el recuerdo de otra tarde lluviosa, también de otoñal anochecer, cuando a través de un vidrio mojado la contemplé por vez primera. María. Irradia María una luz propia que rodea su ser de un aura mágico, de inocente candor. Un rostro angelical suaviza el erotismo de sus sinuosas formas...



La veía desnudarse casi todas las noches en la habitación de aquel hostal barato, frente a mi estratégica buhardilla alquilada de estudiante. Comenzó siendo un entretenimiento casual, como había sucedido en otras ocasiones, un nuevo paréntesis a mis observaciones astronómicas, pero pronto se transformó en pura obsesión: permanecía horas enteras al pie del telescopio, de día escondido tras los visillos a la espera de una breve aparición suya en el balcón, de noche amparado por la oscuridad del cuarto custodiando sus sueños durante interminables noches de insomnio...



Tres pitidos prolongados y estridentes anuncian la inminente llegada del ferrocarril. ¿Su llegada?. Un fuerte chaparrón, apenas contenido por mi paraguas, me recibe en el exterior de la vieja estación. Mi corazón late sin control y una oleada de ansiedad inunda mi interior...



Lo mismo que sentí aquella mañana, enmarcada también por una densa lluvia, cuando escuché su voz por primera vez y sus pupilas se grabaron para siempre en las mías.


Derrotada, con los ojos enrojecidos, sus lágrimas prontas a desbordarse y empapada de la cabeza a los pies, me regaló una mirada de gaviota embarrancada desde el lado opuesto de la calle, mientras ambos aguardábamos el verde del semáforo, un verde que se obstinaba en no aparecer. Por fin se detuvieron los coches y nos encontramos en el centro de la calzada.


- ¿Puedo ayudarte en algo?-me ofrecí a la vez que la cubría con mi paraguas. Ella esbozó una sonrisa.


- Gracias. El viento...- me mostró un paraguas destrozado -Además... operan del corazón a mi madre dentro de una hora.


Las lágrimas rodaron al fin por sus mejillas. Le ofrecí mi brazo y la acompañé al hospital. Recorrimos en silencio la considerable distancia que nos separaba del mismo. Mi conciencia me sorprendió agradeciendo, por primera vez que yo recuerde, una desgracia ajena.


Mientras esperábamos el desenlace de la operación, me contó primero entre sollozos todos los detalles de la enfermedad de su madre. Después, bajo un clima paulatinamente serenado, iniciamos las confidencias. Tengo un novio en el pueblo, me dijo, pero ni a ella ni a mí nos importó. Continuamos viéndonos a diario, y a diario continué rogando que su madre no se recuperara del todo en mucho tiempo.




Nuestra amistad fue mudando,


con la lluvia como fondo,


de deshielo sosegado


a torrente impetuoso.



En aquel cuartucho inmundo,


por influjo del amor


en paraíso transformado,


sobre blancura lunar


yacimos apasionados.



Fui remanso, enredadera,


fuelle, pistola, navío,


bebí de todas sus fuentes


y desvelé los secretos


de su ser enardecido.



Alcancé la mar en ella,


y la paz, y mi destino,


y tendí mi alma errabunda


junto al coral cristalino


prisionero de los siglos.



Mas niña de pueblo era,


de horizontes amarillos,


planos y sin arboleda:


hija de la propia tierra.




Después de mucho rogar


temeroso a las estrellas


para que no sucediera,


un día me lo anunció:


su madre estaba repuesta.



En el hospital el alta


le entregarían mañana.


Retornarían al pueblo


con el despunte del alba.



Era nuestra última noche


la noche que se escapaba


desgranada entre mis dedos


como arena calcinada.



Prometí hacer eternos


barrotes de sus brazos;


sus piernas anudarme


con apretados lazos;


comer su carne roja,


beber de su saliva,


pisar sobre sus huellas


si conmigo volvía.




- ¿De qué vives, poeta?-


me preguntó evasiva.


Antes de conocerte


vivía entre tinieblas,


nutrido por las verdes


semillas de la espera.


Un amargor de bilis


con cada nueva cena,


un parto de estupores


y de ánimas en pena


como abortado aliño


de todos mis poemas.



Ahora que han madurado,


que a rojo y sabroso fruto


las semillas han tornado


y a mi corazón de luto


de serpentinas y luces


el amor ha engalanado,


vivo de tu voz, tu aliento,


del sonido de tus pasos,


de tus seductoras formas,


del calor de tu regazo;


vivo de la propia muerte


de mi infortunio pasado.


Mortalmente me herirías


si no vuelves a mi lado.



- Me espera un novio en el pueblo


con férreas manos de arado


para arrancarle a la tierra


sus frutos a manotazos,


para regar los viñedos


y fertilizar el páramo


con el sudor de su frente,


sudores de esclavo y amo.



Surcará sobre mi piel


besos de sudor y orgasmo


que sembrarán en mi vientre


nuevo sudor para el campo.



Pero habrán de ser felices


los hijos que yo he soñado,


junto al fuego en el invierno


con un pan en cada mano.-



Yo, al abrigo de la tierra


no puedo ofrecerte tanto.


Te brindo la mar inmensa


y el arrullo de su canto,


salitre de aguas inquietas,


fosforescentes estelas


que nos están aguardando


para recorrerlas juntos,


sin prisa y sin equipaje,


ligeros como la brisa,


sobre su espuma flotando.



Y si oscurece el paisaje


bajo el clamor de los truenos


y el relámpago acechante,


¿no habremos de hallar un puerto,


ancho, seguro, sereno...


que proteja nuestra nave,


abanderada de amor


atravesando los mares?



-Ámame otra vez, poeta,


disipa con tu bravura


de macho estremecedor


la niebla de mi ignorancia,


las luces de mi razón.-



Una fecha, una estación,


una cita apresurada;


en su boca una esperanza


que su mirada negaba,


en sus manos una flor,


la oscura flor de la nada.



Un paquete de esperanzadoras cartas y una escueta y definitiva nota en la última:


Paco me ha pedido que me case con él. No puedo continuar con este juego. Me estoy volviendo loca. He decidido tomar una decisión y me he impuesto un plazo para ello. Por favor, Rubén, si no bajo el domingo del tren de la tarde, olvídame. Te amo.



Las ruedas rechinan durante unos segundos, hasta que la máquina se para por completo. Los viajeros comienzan a descender. Escruto con avidez sus siluetas, sus cabellos... los rostros se desdibujan velados por la tromba de agua y la escasa iluminación. Una ráfaga de viento moja mi cara y me obliga a cerrar los ojos. Al abrirlos la veo en la escalerilla, resplandeciente, inconfundible. Me acerco a ella. Una nueva racha voltea mi paraguas y destroza las varillas . Lo arrojo al suelo, con un gesto de resignación. Ríe, como ríe el Sol tras un gran chaparrón. La abrazo desesperadamente, temiendo que toda ella sea un sueño, un sueño acuoso a punto de derramarse por el suelo. Un beso tierno, jugoso, irrefrenable...real, presagia un futuro de dicha compartida, de amor, bajo la lluvia...