jueves, 23 de agosto de 2007

DOÑA MAR


DOÑA MAR


...


Y de sus entrañas brotó su mejor obra,


prodigio de sabiduría, de belleza, de poder...


quien sobre sus entrañas clavó al poco las garras,


uñas sucias de tierra, infectando a la Madre,


corrompiendo su vientre hasta dejarlo estéril...




A las seis de la madrugada del viernes se propagó la noticia. Ascendió desde el puerto hasta la plaza del pueblo bifurcándose a su paso por las diferentes callejuelas que se asoman a la calle Mayor, arteria principal de la villa, para dejar en los rostros de la gente un rictus de estupor que más tarde se transformaría en asombro y desesperación. Nadie había imaginado que aquello pudiera llegar a suceder. Todos deseaban verlo.


Pedrín terminó de vestirse y apresuró su paso para llegar al espigón antes que la aglomeración de curiosos se lo impidiera. También él quería comprobarlo con sus propios ojos, aun después de haber intentado advertirles, días atrás, que aquello terminaría por suceder. Tan sólo Xuacu le había hecho caso, y eso tras mucho insistir y ver que la cosa se ponía fea. La mayoría ni siquiera le escuchó. Nadie escucha al tonto del pueblo, a no ser para burlarse de él. Esto no había preocupado hasta ahora a Pedrín. “Allá ellos, pior pa ellos si non saben escuchar”. Él sí sabe hacerlo, boquiabierto y con ojos de lechuza al acecho, sobre todo cuando Xuacu le cuenta alguna de sus aventuras. Seguramente por eso la señora se había confiado a él y había decidido que fuera su mensajero: porque sabía escuchar. Y menuda aventura le había contado, tan increíble al principio como la mayoría de las hazañas de Xuacu, el viejo lobo de mar, a bordo de su destartalada chalupa. Pedrín, que jamás olvidaba una historia, realizaba grandes esfuerzos para imaginar los monstruos marinos de sus descabelladas hazañas o los exóticos parajes que Xuacu le describía; pero al final siempre conseguía reproducirlos fielmente en su cabeza y memorizar hasta los detalles más insignificantes.




El día de la aparición de la señora coincidió con el desajuste de la primera marea: la pleamar nocturna del domingo no había alcanzado el nivel habitual en el muelle. Pedrín lo oyó comentar esa noche en la taberna, enfrentadas la extrañeza de los que se habían percatado del fenómeno y las bromas incrédulas del resto. Cuando quiso intervenir para explicar la relación entre el suceso y la misteriosa dama, se rieron de él. Tan sólo atinó a decir que se encontraba en la playa cuando ella apareció, saliendo de las aguas, rodeada por una extraña luz... Una luz parecida a la de esos crepúsculos tristes y moribundos que tanto le gustan a Pedrín a pesar de inundar de melancolía su corazón. Llegó envuelta en una túnica que alguna vez fue blanca, pero que se veía ahora renegrida y salpicada por la misma espuma amarillenta que la bajamar deposita en la arena del puerto.


El lunes por la noche todos eran conscientes del problema. En veinticuatro horas habían perdido casi dos metros de calado en el muelle. De continuar así, las embarcaciones quedarían embarrancadas y los pescadores no podrían salir a la mar, aunque más de uno comenzaba a dudar si merecía la pena hacerlo tras las escasas capturas obtenidas durante los últimos meses, apenas suficientes para combatir el hambre y costear los aparejos de pesca.


- Diz que tá vieya y enferma, que la tamos matandu con toes les porqueríes que tiramus al agua. Necesita un vientre nuevo, el suyo ta medio muertu. Muy pronto nun podrá dar vida. Diz que necesita parir una fía, la fía d’un pescador...


- ¡Vaya con la vieya verde; ja, ja, ja...! - rió Xuacu, enseñando los cuatro dientes cariados que todavía conservaba en las encías. - ¿Y tú pienses que-y valdría yo o querrá un xoven y guapu mozu? Ja, ja, ja...


- Yo non me ríu - protestó Pedrín -, la cosa ye muy seria. Paez medio bruxa. Tou tá cumpliéndose como ella dixu. Lo de les marees y el retiru les agües. Y diz que va ponese pior si nun consigue quedase preñá.


Xuacu posó sobre sus rodillas la nasa que estaba repasando y golpeó suavemente con los nudillos la cabeza del mozalbete.


- ¿Y quién pienses tú que va tener valor y habilidá pa preñar a una vieya?. Rapaz, usa la mollera, nun seas fatu. Pos vaya, si nun apaeció una embustera meyor que yo... A nun ser que tenga ganes de rabu la muy golfa, a la so edá... ¡Po los clavus del Cristu, voy contate...!


- ¡Non me cuentes ná... Tol mundo tómame por fatu; naide me fae casu... Pior pa vosotros; vais pagalu bien caru cuando non podáis pescar...! - dio media vuelta y se alejó enfadado, mascullando una retahíla indescifrable.


Doña Mar, que así había decidido Pedrín llamar a la señora, se hallaba en el sótano del faro, lugar donde el chaval le encontró refugio tras la fascinante entrevista del pasado domingo. Le había jurado no revelar a nadie el escondite, excepto al pescador que aceptara su especial requerimiento. Pensaba hacerle una visita para explicarle lo difícil que le estaba resultando hacerse oír, para contarle que ni siquiera su mejor amigo le creía; pero recordó sus palabras de despedida: “No te preocupes por mí, Pedrín. No necesito agua ni alimentos. Tan sólo ve y cuando regreses que sea acompañado de un pescador.” Además, su curiosidad inicial se había ido transformando en temor a medida que los vaticinios de Doña Mar se iban cumpliendo. De modo que decidió no hacer esa visita.


Hora tras hora, la desesperación de la gente iba en aumento ante el imprevisible alcance del problema. Durante todo el martes se sucedieron las reuniones extraordinarias y las consultas a técnicos y preclaros personajes de la localidad, sin que estos vislumbraran la más mínima explicación racional al fenómeno, y mucho menos la manera de atajarlo. Las autoridades convinieron finalmente convencer al cura de la necesidad de organizar una procesión encabezada por el Cristu Marinero, patrón parroquial y protector de los pescadores.


Al anochecer, el Cristu atravesó la villa en dirección al puerto, aclamado por la multitud, y fue ubicado más tarde sobre un podio que previamente se había levantado en el muelle. Su figura dominaba majestuosa la totalidad de la dársena.


Aguardaron la llegada de la pleamar durante toda la noche, alternando las plegarias con los “culines” de sidra; pero las aguas continuaron retirándose. Con las primeras luces del alba pudieron comprobar que las olas mojaban tan sólo la punta del espigón. Además de encontrarse varados en la arena, ya no podrían pescar a caña o echar las nasas desde el malecón y los enormes bloques de hormigón que un par de días antes protegían a las barcas en el puerto. Aparecían ahora como una construcción absurda, innecesaria... y hasta diabólica, pues no pocos pensaron que allí habría de quedar para siempre, reseca y silenciosa, como mudo testigo de algún castigo divino de origen impreciso pero indudablemente merecido.


Pedrín aprovechó la concentración de personas para hacer oír su reprimido discurso. Encendidos por el alcohol y amargados por la desesperanza, no sólo se burlaron de él una vez más y con mayor crueldad, sino que a punto estuvieron de arrojarlo al vacío. Le libraron los gritos de Xuacu, recordando a los hombres que la mar ya no llegaba hasta allí y la arena no era suficientemente blanda para amortiguar una caída desde más de cinco metros de altura.


Xuacu, muy preocupado por el cariz que estaban adquiriendo las cosas, se alejó con Pedro del lugar y se interesó seriamente por la conversación mantenida entre él y la misteriosa mujer. El joven repitió entusiasmado, literalmente e incluso con puntos y comas, el mensaje de Doña Mar:


“Hola, Pedrín, yo soy la mar. Me dirijo a ti porque eres inocente, porque tú representas la inocencia y sólo la inocencia original puede salvarme. Escucha bien lo que te voy a decir porque es un mensaje vital para la humanidad, un manifiesto que habrá de recorrer la tierra de punta a punta, de boca en boca, hasta que todos los hombres lo escuchen y comprendan.


Soy fuente de vida, soy la propia vida y sin mí no es concebible su existencia. Durante millones de años he ido tejiendo la trama de la misma y he contemplado con orgullosa satisfacción la evolución de mis criaturas. Pero algo falló. De repente uno de mis hijos se volvió contra mí e infectó mi vientre hasta tornarlo prácticamente estéril.


Mírame, estoy vieja y enferma. He envejecido en este último siglo, por culpa de los hombres, a un ritmo desconocido y de consecuencias desgraciadamente irreversibles. De entre todos ellos, es con el pescador con quien he mantenido siempre una relación más estrecha y apasionada, de amor y odio, de resentimiento y respeto a la vez. Y es también quien más me necesita, a pesar de haberse alejado de mí en los últimos tiempos, a pesar de haberse transformado en un saqueador innoble y avariento... Necesito una hija, tan sólo una mar joven y sana puede salvar la vida. Quién, sino él, ha de ser su padre o de lo contrario perderme para siempre.


Paulatinamente, me retiraré de su playa, dejaré de mecer su barca, me apartaré de su vista y jamás me recuperará si antes de una semana, es decir, de la próxima tarde de domingo, no ha hecho el amor conmigo.


Ve y cuéntale esto a muchos pescadores. Aunque sólo uno es necesario, sé muy bien que costará trabajo encontrar quien te crea y más aún quien se ofrezca. Únicamente aquél que te escuche y comprenda será digno de mí, pues habrá demostrado que todavía conserva, como tú, la inocencia...”


- ¡Ostres, Pedrín, si falas cristianu cerrau!... Eso non pudiste inventalo tú...


- Da-y que da-y... ¡¿ye que non vais creeme nunca, coñe?!


- ¡Po los clavos del Cristu...! Paezme que voy tener una charra poco amistosa con esa bruxa amiga tuya...


El viejo marinero mesó sus canosas y ensortijadas barbas y frunció el ceño, realzando al hacerlo las grietas que el tiempo y la sal habían labrado en su rostro a lo largo de cincuenta años cosechando la mar. Meditabundo, mientras observaba las olas salpicar apenas las últimas piedras del espigón, continuó:


- Pedrín, esto ye cosa seria, ties razón, pero si lu contamos per ahí van tomanus por llocos. Ella dionos de plazu hasta el domingu. Tiempu al tiempu. Si les agües siguen baxandu, el viernes vamos ver la bruxa, ¿ta claru?


- Oye Xuacu, ¿nun val que vayas tú solu? Non se m’apetez muncho vela...


- ¿Serás pazguatu?¿y quién va presentámela?...Vamos los dos xuntiquinos. Non me digas que-y ties mieu... Ja, ja ja - rió el lobo de mar a la vez que notaba un respingo recorrerle la espalda.




Cuando Pedrín llegó al puerto esa madrugada de viernes tras escuchar la noticia recorrer las calles como un aluvión, un numeroso gentío abandonaba el espigón en dirección al faro. Buscaban un punto más alto desde donde divisar la mar.


Se cruzó con Xuacu, que avanzaba como un alma en pena entre la multitud. Lo siguió y una vez arriba contemplaron juntos la tragedia: toda la plataforma del Cantábrico, hasta donde alcanzaba la vista, no era más que un páramo inmenso salpicado de rocas y pequeñas lagunas, ondonadas que se mantenían con agua todavía.


Muy a lo lejos, casi en la línea del horizonte, creían ver un gris plata oceánico que también pudiera ser simplemente un espejismo. Las mujeres lloraban como plañideras en un monumental entierro y los hombres miraban sin ver la lejanía, con ojos neblinosos y un definitivo asombro en su semblante.


El párroco exigió fe y serenidad y conminó a sus feligreses para que apiñados fueran todos a rezarle al Cristu, que permanecía en el puerto, tan triste e impotente como la misma noche que lo izaron.


Poco a poco el lugar fue vaciándose de gente. Xuacu y Pedrín se quedaron al fin solos, mirándose con una mezcla de espanto y complicidad.


A través de la trampilla de la carbonera se introdujeron en el sótano del faro en busca de Doña Mar. Ésta los recibió sonriente, rodeada de un inquietante y luminoso halo visible en la penumbra de la desordenada estancia.


- Al fin lo has conseguido, Pedrín. Veo que te acompaña un pescador veterano. Hemos compartido tantos momentos, querido Xuacu...


- ¡Po los clavos del Cristu...! ¿Pue sabese de qué me conoz usté?


- Una madre conoce a todos sus hijos, por numerosos que estos sean.


- ¡Madre mía!...Bueno, señora, dexémonos d’hestories y vamos al asuntu. Si fae falta sacrificase pa salvar la mar, pues faigamos de tripes corazón y p’alantre. Y tú, Pedrín, espérame fuera, qu’esto non ye pa guajes.


En cuanto el mozo desapareció por la trampilla, Xuacu se acercó a doña Mar, lento y tembloroso como si caminara por el mástil de proa, sobre la mar plagada de tiburones de alguna de sus fantásticas historias. Sin embargo, la sonrisa de la mujer ofrecía confianza y a pesar de su repugnante túnica y de su blanca y alborotada cabellera, en sus ojos brillaba una verde ternura y su boca destilaba una frescura no lejana.


Xuacu cerró los ojos y posó sus labios en los de ella. Al abrirlos de nuevo, doña Mar había desaparecido. Miró a su alrededor, medio aturdido. Removió después cajas y trastos amontonados allí durante años. Estaba solo. Vinieron a su mente leyendas de burlonas xanas encantadas que escuchara de niño, al calor del fuego del hogar en el invierno, si bien nunca había oído hablar de una xana marinera... Salió corriendo al exterior.


- ¡Rapaz, po los clavos del Cristu, ¿non viste salir a la bruxa?


- Per aquí non salió naide, Xuacu.


-¡¡¿Tas seguro?!!


- ¡Xúrote que nun quité’l gueyo de la trampiella...!


- ¡Esto ye coyonudo, ¿pues non desapaeció la muy cabrita?!... Agora que taba yo entrandu en calor...


- ¡¡¡ Mira, Xuacu, mira...!!!


Una mujer cubierta con una túnica de deslumbrante blancura, caminaba por la playa en dirección a ese horizonte que todos escrutaban. La brisa mecía su larga cabellera azul y a medida que avanzaba, el agua la iba cubriendo lentamente.


La gente contemplaba alborozada lo que parecía significar el inminente retorno de la mar. Se preguntaban quién sería aquel extraño personaje, pero no les importó demasiado que desapareciera al fin bajo las aguas. Unos aseguraban que era la Virgen de les Marees; otros reconocieron en ella al mismísimo Cristu Marinero, disfrazado por alguna divina determinación...


Únicamente ellos poseían una particular idea de su identidad, aunque no supieran con certeza si se trataba de una xana que los había utilizado para desencantarse o de la propia diosa de la mar que le ofrecía al hombre una última oportunidad para salvarse. Pedrín se decidió por esta última versión. Repetiría una y mil veces el mensaje que ella le encomendó. Xuacu incorporaría la experiencia a su propio repertorio, introduciendo alguna variante, por supuesto, como sustituir la brusca desaparición de la xana por un contacto más prolongado y placentero.




El domingo, día de la fiesta del santo patrón, Xuacu ofreció en la taberna una de sus mejores aventuras, como acostumbraba en fechas señaladas, pero eludió relatar la de la xana marinera, pues el día anterior había notado que algunos marineros le daban la espalda y se alejaban del grupo murmurando.


Pedro se hartó de las risas que suscitaba en la gente el mensaje de Doña Mar, debido sobre todo a que no estaban habituados a escucharle hablar en tan extraña lengua. Era de tontos empeñarse en predicar un discurso que le hacía parecer más tonto. Aprendería a olvidar una historia.


Las autoridades decretaron siete misas oficiales en agradecimiento al Cristu Marinero. Los dos prefirieron unirse al homenaje y rezarle al santo patrón, como el resto del pueblo, y como el resto del pueblo olvidar que una vez les había abandonado la mar.